miércoles, 15 de diciembre de 2010

Enterrando a Mari





Una lástima, me caía bien esta chica, y ¡era aún tan joven, tan ilusionada, tan ingenua…!. A veces parecía algo amargada, pero era simplona, la verdad. ¡Mira que no darse cuenta de la vida que llevaba!...Así le ha ido, al final, hay que enterrarla, ¡ay!

Siempre desviviéndose por los demás, siempre intentando agradar, ser la mejor, sorprender…Y se olvidaba de ella a cada paso. Y los demás también, debo decir…Lo pasó mal, los últimos años, la pobre.

Mira que yo se lo decía, “Mari, hija, que no es como te imaginas; lánzate a por lo tuyo y que espabilen los demás”; pero ella, nada, que decía que sí pero seguía en lo suyo, encaparrada en que algún día se darían cuenta de lo mucho que valía, en que su príncipe azul despertaría como el Ceniciento que era- más bien cenizo- y en que le agradecerían los esfuerzos, los desvelos, los llantos a escondidas…Y, claro, como yo vivía tan, tan abajo suyo…, no me oía bien.

Pero era buena chica, la Mari. Para empezar, odiaba que la llamasen Mari, pero apechugaba, como con todo. No sabía decir que no, aunque ella creyera que sí. Se las daba de dura, pero se estaba amuermando, secando poco a poco como una hojita caída. Estaba claro, pero ella no se enteraba. A veces salíamos juntas, y una tomaba el relevo de la otra. Si hablaba yo y se dejaba guiar, todo era más llevadero, hasta se divertía; si le daba por hacer la suya, volvía a casa amargada perdida y se escondía a llorar…., porque nunca hacía lo que de verdad le apetecía.

Se había convencido de que lo tenía todo hecho y servido en la vida: esposa abnegada- nunca mejor dicho-, madre sufrida, ama de casa sin más ambiciones… ¡ah, y secretaria, confesora, confidente, psicóloga, médico y lo que se terciase!...De todo, menos ella misma.

Había renunciado a mucho, por ser todo eso. Tenía cualidades, era alegre, aunque los tóxicos de la convivencia le agriaran el carácter. Era lo que se llama “una mujer apañá”, pero cada vez pasaba más desapercibida, esperando, siempre esperando, que todo eso se apreciara.

Al final, su mundo se desmoronó y no pudo con el trancazo. Se murió, la pobre, o la mataron tantas ingratitudes.

Y, ahora viene la parte chunga porque, aunque lamento su muerte, no me queda más remedio que alegrarme por mí, que disfruto ahora de su vivienda, más alta, más despejada y con mejores vistas. En su honor, he empezado por hacer limpieza y ponerlo todo a mi gusto…, que es el suyo. Aún quedan cosas que me la recuerdan, pero intento verlas cada vez con más con paciencia, un puntito de tristeza y ganas de cambiarlas, en su nombre.

Quiero demostrarle, allá donde esté y por si puede verme, que las cosas pueden hacerse de otra manera, sin partirse el alma en silencio. Quiero que descanse en paz. Por eso he comenzado a hacer que me llamen María, que es mi nombre real y me gusta más.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Ment y Alma, una historia que te pasa a tí
















Ment y Alma llevaban tanto tiempo juntos que ni recordaban cuanto. Toda una vida de hábitos establecidos- de modo tácito muchas veces- y codependencia inadvertida.


Quienes les conocían, hubieran dicho sin dudarlo que Ment era quien llevaba las riendas de la pareja; no sólo por ser el varón, sino por ser el más decidido, quien aconsejaba a Alma y quien acababa por llevarse “el gato al agua” en todas las diferencias de opinión- pocas, la verdad- que ambos pudieran tener.


Alma le dejaba hacer; porque estaba muy enamorada, se decía a sí misma. Lo cierto era que le iba muy bien no tener que ser ella quien tomase finalmente las decisiones: si la cosa salía bien, todo era genial, Ment presumía de su nuevo éxito y todos contentos; si la cosa salía mal, ella no tenía que sentirse culpable, ni recibir reprimendas, y bastaba con quedarse calladita para que el ego de Ment no saliera disparado con toda su ira.


Lo único que le fastidiaba a Alma era cuando algún anhelo surgía en su interior, cuando deseaba algo muy encarecidamente, porque sabía que tenía que consultarlo con Ment y preveía la respuesta. El general de las veces, Ment siempre tenía argumentos para echar para atrás sus deseos y que se quedara como estaba, a su sombra.


Recordaba por ejemplo cuando se pararon frente a un escaparate, no hacía mucho tiempo, y ella se encaprichó ipso-facto de aquellos pendientes. No pudo reprimir la exclamación de admiración y deseo que le provocaron, ni las ganas de entrar en la tienda y comprarlos, para lucirlos. Ment pareció ponerse en guardia desde que oyó las palabras “¡qué bonitos!”, pero contestó comprensivo y condescendiente, como siempre:


-¡Pero si tienes muchas baratijas de estas en casa!; además, tú casi no sales, ¿cuándo te los ibas a poner?-


Era cierto, eran baratos, no verdaderas joyas como le hubieran gustado a Alma; su gusto era zafio, y lo sabía, siempre acababa eligiendo lo más cutre, fijándose en lo más tirado, porque sabía que, por su vida y sus circunstancias, no podía aspirar a más. Y, era cierto también, ella apenas salía, no tenía ocasiones para lucir adornos o ir muy arreglada…Ment, como siempre, tenía razón. Así que se quedó sin los pendientes, y estuvo una semana soñando con ellos y arrepintiéndose de no haberlos comprado por el mero gusto de tenerlos.


En otra ocasión, en la que quedaron con unos amigos para ir a cenar, Alma estaba tan ilusionada que se atrevió a vestirse de modo llamativo, con escote, maquillaje y todas esas zarandajas que a las chicas les hacen sentirse atractivas. Al fin y al cabo, pensó su parte pudorosa, iba en pareja, no pretendía provocar a nadie y a él también le gustaría verla cambiar de aspecto un poco. Pero, cuando apareció ante Ment con su nueva apariencia, éste frunció el ceño y le espetó displicente:


-¡Donde vas con esas pintas!, ¿quieres que nuestros amigos piensen que estás loca?, ¡una mujer de tu edad no se viste así!-


Ella nunca hubiera pensado que la edad de una mujer fuera óbice para vestir como quisiera, pero se sintió mal, ridícula, tonta. Se puso su trajecito convencional, el de siempre, y Ment volvió a sonreír, permitiéndole una velada en paz.


Un buen día, una vieja y olvidada amiga llegó de visita, de repente. Se llamaba Conci, y Alma la había echado mucho tiempo de menos. Conci parecía la de siempre; serena, alegre, segura de sí misma y cariñosa. A Alma le alegró mucho verla, y Ment fingió que también se alegraba.


Charlaron de muchas cosas antes de que Conci preguntara a Alma, con cierto interés:


-A propósito, querida, ¿todavía pintas aquellos cuadros tan bonitos, como antes?-


A Alma fue como si un sutil puñal le atravesara el ídem, y la puñalada, encima, fuera agradable; algo muy raro. Bajo la mirada, se sintió enrojecer, y respondió, encogiéndose un poco:


-La verdad es que no, por falta de tiempo; pero lo cierto es que me gustaría-


Conci sonrió tan ampliamente como Ment se puso serio.


-¡Pues qué lástima, porque tienes verdadero talento!. Te lo decía porque tengo un amigo que expone las obras de los aficionados en su local, y enseguida me acordé de tí cuando lo supe…


Alma la miró sorprendida e ilusionada.


-¿De veras crees que tenía talento?- interrogó, olvidada de la atenta mirada de Ment.


- No, querida; he dicho “tienes”, tienes talento…, eso nunca se pierde una vez se nace así-


Al día siguiente, sin saber muy bien cómo, Alma pasó por un comercio de material para artistas, compró unos cuantos lienzos en blanco, unos pinceles y acuarelas, y empezó a pintar. Ment la encontró así, cuando llegó a casa, y de inmediato intentó hacerle ver la pérdida de tiempo que suponía aquella afición, lo desacostumbrada que estaba a utilizar los pinceles y lo infantil que estaba quedando el cuadro. Alma se quedó mirando su obra, estuvo a punto de arrancarla del caballete y ocultarla en la bolsa de la basura, pero se detuvo porque llamaron al timbre. Era Conci, quien entró con su habitual familiaridad y enseguida vio la pintura.


-¡Es genial!- exclamó, sacudiendo con sus guantes el último frio de la calle- ¿no te parece que pinta muy bien, Ment?. ¡Sería perfecto algo así para la exposición benéfica del local de mi amigo, cuando lo acabes!..., y, además, ayudarías en una buena obra-


Ment callaba, pero Alma sonreía plenamente, orgullosa y feliz como nunca.


-¿Crees que puedo?- preguntó a última hora, dudosa.


-¿Lo crees tú?- respondió Conci. Y Alma asintió.


Así que el cuadro se terminó, fue a parar a la exposición benéfica por los niños pobres del barrio, se pudo ayudar a unas cuantas familias, y Alma recibió felicitaciones y enhorabuenas por su arte.


-Te atreviste, querida, ya no hay quien te pare en dar tu talento con amor- le dijo Conci, abrazándola.


Por eso, cuando por la noche, solos los dos en casa, Ment intentó hacerle ver el tremendo error de creerse alguien capaz, de pensar que servía para algo sin él, y quiso recordarle lo mal que se iba a sentir si fracasaba, si no la llamaban más o si sus cuadros no gustaban, Alma contestó con aire soñador:


-Es igual, ahora sé que puedo decidir por mí misma. Deberías hacer lo mismo, cariño, se siente una muy bien perdiendo el miedo a todo. Creo incluso que te quiero más, desde que veo que no necesito que me digas lo que tengo que hacer –



Y era verdad. Ment era diferente, sin ser el que mandase, el que guiase, el que pusiera barreras a cada paso. Ment solo servía para acompañar, para ayudar a pensar, para buscar soluciones, para expresar sentimientos….Para las cosas prácticas, en lo que era muy útil. Para dejarse llevar por la intuición, el amor a los demás y la ternura, ya estaba Alma. Hacían así muy buena pareja; y siempre tenían a Conci, Conciencia, para poner paz entre ellos en los momentos difíciles.


Así fue como Ment pasó a ser Mente y dejó de ser Mentira.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Dulce canción de cuna







En la penumbra de la habitación, la madre susurra más que canta una canción que ha salido de ninguna parte, que le ha surgido como sabida, pero que no recuerda haber aprendido jamás. Letra y melodía respiran ternura desde sus labios, mientras acuna entre sus brazos al niño dormido. Se diría que ella canta para sí misma, sorprendida venturosamente del milagro hecho carne que sujeta con amor.

“Duerme, mi niño, duerme tranquilo.
Que mamá estará siempre, aquí, contigo…”


Fuera, en el salón, zumba monocorde el sonido del televisor y el resto de la familia se rebulle ociosa, esperando la cena. Aquí adentro, en este cuarto, el tiempo se ha detenido y es un inmenso ahora, feliz y eterno como solo puede serlo un ahora. La mujer aspira el suave aroma a talco y piel dulce, nueva, incontaminada de su hijo y no deja de cantar. Sabe ya que él duerme, nota el aliento cálido y pausado sobre su pecho, pero no renuncia a ese placer egoísta e inocente de seguir repitiendo el estribillo, como una promesa, como un mantra.

“Duerme, mi niño, duerme sin miedo.
Que mientras estás dormido, tu sueño velo…”



El universo está en orden, para ella. La paz y el amor reinan fuera y dentro, en este momento. Su niño duerme, sano y feliz, dejándola percibir toda la ternura que siempre ha soñado; simplemente estando ahí, arrebujado en su regazo.


Pasan los años y, en la misma habitación, la madre se deja ir en los brazos del sueño, agotada de llanto. Antes de claudicar ante el descanso, oye lejana la voz de su hijo, tan cerca en realidad, ya un hombre joven que le acaricia los cabellos, que murmura dulcemente:

“Duerme, mamá, duerme sin miedo.

A mí siempre me tendrás, no te dejaré sola”

Dulce, dulce, canción de cuna….Buenas noches.

miércoles, 27 de octubre de 2010

María Rezzo


María Rezzo se cansó del silencio de Dios.
Después de toda una vida de susurrarle oraciones, promesas y plegarias. Después de creer sin cuestionar cuanto dicen los que se denominan representantes de Dios en la Tierra. Y de leer fervorosamente el Sagrado Libro, la vida de los santos, catecismos y breviarios. Después de cumplir rigurosamente con los mandamientos, el dogma, los ritos y las penitencias.

Se cansó del silencio de Dios, y salió a buscarlo.

Se adentró en el fondo de las iglesias, rezongando a todas las imágenes sus quejas por tanta desidia y abandono en premio a sus ruegos.

Apeló a las más altas instancias religiosas, reclamando con justa ira su derecho a sentir la paz interna y la ayuda divina.

Buscó en las misiones, en los hospitales, en los corazones de los necesitados y de los entregados…; solo encontró humanidad.

Salió a los campos, le gritó al mar, visitó a los humildes y se dejó rechazar por los poderosos.

Dios seguía callado, y María pensó que quizás su civilización se equivocaba y Él era de otra religión.

Así que, dejó su casa, su colección de estampitas y su vida de siempre, y se fue en busca de Dios a otros países, hacia el norte y luego al sur, explorando los cuatro puntos cardinales del planeta.

María Rezzo sufría, peleaba y escrutaba, investigando cada rincón en busca de Dios. Pero el silencio era tan amplio como la cantidad de miserias, ambición y engaño que iba descubriendo.

Vio que la fe en ese Dios externo, con distintos nombres, supuestamente omnipresente, omnipotente y con múltiple personalidad, solo había llevado la misma carencia de respuestas a los corazones de los santones y los beatos, la misma ceguera fanatizada en la idealización de las creencias. Y vio y temió que detrás de cada dogma y cada liturgia estaban la imaginación humana al servicio del poder por el control de los demás. Y, claro que de ahí habían surgido el arte, la compasión y la bondad, en muchos casos; pero nada de eso era extra-humano, ni dejaba de existir con la misma frecuencia en quienes no creían en divinidades…

María Rezzo sintió el dolor inmenso de la decepción, la traición de sus semejantes y la frustración del auto-engaño. Lloró una noche entera, sintiendo por primera vez el vacío del universo. Y, al amanecer, observándose a sí misma, vacía de creencias estipuladas, a solas con su interior, sintió que no necesitaba lo que los demás dijeran para estar viva; estaba viva.

No necesitaba compañía; estaba en compañía de sí misma, para ofrecerla a los demás.

No necesitaba recompensa tras la muerte, sino que tenía la alegría de vivir ese momento, y el siguiente, y el próximo.

No necesitaba sentirse amada por sus actos, sino que amaba a pesar de todo.

No era nadie, ni nada, sino que era ella, un ser vivo.

Y le surgió una única y feliz pregunta: cómo no había mirado antes dentro de sí misma, buscando a Dios.

sábado, 9 de octubre de 2010

Disección de un personaje




Me dice: “Escoge a un personaje, alguien que pueda decir lo que quieres transmitir. Después, dale forma; si es alto o bajo, que edad tiene, ponle rostro, estructura física…Debe tener las características justas para que el auténtico mensaje sea creíble y reconocible….Imagínale una vida; una vida que le ha llevado a pensar así, a sentir así. Tú ya sabes esa vida, pero ahora tienes que hacer que tus lectores se enteren…Y solo luego de eso, empieza a hablar con el corazón. Todos pensarán que hablas tú, pero estará hablando tu personaje, tendrá vida”
Le miro, interesada. Lleva los labios demasiado rojos para mi gusto, gesticula mucho con las manos, y su pelo es de un color negro demasiado intenso para ser natural; y, sin embargo, creo cuanto dice, le creo a pies juntillas, porque esta mujer sabe del “negocio” de vender libros, es una mecánica de la literatura, mientras yo soy, simplemente , una “sensorial”. Escribo por instinto, cuando y como quiere la musa.

“No existe un escritor que no refleje su realidad o su personalidad en su obra. Si intentas ser ajena o impersonal, se notara; sencillamente, serás mala escritora, crearás cartón piedra…También se vende, pero acaba por cansar. Si te da miedo que te reconozcan tus vecinos, tus amigos o tus parientes, por que reflejas tus experiencias o tu manera de pensar…, deja de escribir o vete preparando, porque eso pasa siempre, hasta a los novelistas de terror”

Sonríe, y se forman cascadas de arruguitas en las comisuras de sus ojos. Yo tengo cosas que preguntar, cuestiones que puntualizar, pero no tengo ganas…Prefiero escucharla.

“Un escritor de ficción no escribe para que le juzguen por lo que expresa; no siempre son sus opiniones, sino “las del personaje”. La obligación del creador es recrear situaciones y hacerlas plausibles, admisibles. Alguien se sentirá aludido, para bien o para mal, siempre. Pero eso no ha de influir en el autor, él (o ella) solo es un escaparate en sí mismo, no el acusado, ni el héroe, ni el profeta…Ese es el personaje.
Hay actores,¡pobres!, a los que les ha pasado algo similar a lo que dices: les identifican con su personaje. Recuerdo a uno que había interpretado a un malvado que, al final de la obra, muere de mala manera. Contaba, no sin cierta consternación humorística, que en un comercio le abordó una mujer para espetarle: “¡Está muy bien que le mataran, se lo tiene usted merecido por desalmado!”…Hay muchos casos así”
Reímos las dos e intervengo; no puedo más con la zozobra.

-Entonces, ¿es lícito expresar lo contrario que se siente? ¿Cómo va a verse real algo que no siente el autor, como decías antes?-

Acerca a la mía su carilla sonriente, maquillada y surcada por expertas arrugas, con las manos cruzadas sobre la mesa. Dice, como si me susurrara un secreto:

“Lo que es lícito es que creas en tu personaje, no hace falta que le ames. Eso es lo que verán tus lectores, lo que hará que compren tus obras. Él (el personaje) se apodera de tu mente, si le creas primero y le crees después. ¿No te crees lo que piensas?, pues es lo mismo”.

Creo que voy a seguir haciendo terapia con ella.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Antítesis


"He perdido a mi antítesis. La odiaba, pero la he perdido. Ella era más ignorante que yo, más ignorante que la media de la humanidad que habita el mundo civilizado. Era vulgar, hasta soez; lo mismo se agitaba y reaccionaba agriamente, que se quedaba muda, inconmovible, dijese lo que dijese, pasara lo que pasase; y desesperaba su silencio cerril. Era intransigente con lo banal y sumisa con lo vital. No tenía rebeldía, prefería la huída a dar la cara, se encogía ante los golpes y evadía esgrimir sus derechos. Era superficial, no entendía los dobles sentidos, ni profundizaba en los conceptos, ni tenía opiniones propias, ni reconocía la ironía. Se dejaba deslumbrar por los oropeles, los títulos, los diplomas y los trajes a medida, pero luego despotricaba mezquinamente a espaldas de quienes los ostentaban. Era envidiosa, altanera, prepotente, orgullosa incluso de su mediocridad, que confundía con sencillez….Era todo eso y mucho más, pero la he perdido.

Se fue, y ahora no puedo reconocerme. ¿Cómo saber cuando me extralimito en algo, si no tengo punto de comparación que me guíe?, ¿cómo sentir que estoy en lo cierto, si pierdo de vista el error?....Me queda un “quizás sí, quizás no”, flojo y desangelado.
Mi antítesis se ha ido, y ahora no tengo a quien no tomar de ejemplo para hacer lo contrario que ella haría. Se ha ido, y me ha dejado en orfandad de malos rollos, de cabreos, de egocentrismo. Me ha dejado a solas con un ego confundido, desquiciado, que quiere sentirse superior a alguien y no encuentra a quien, y que está muy encabronado por esa ausencia.

¡ Con lo bien que se sentía mi ego, menospreciando a mi antítesis!. Cada vez que ella metía la pata (que eran muchas al cabo del día), él se regocijaba pensando en lo tonta que era. Cuanto más apática se volvía ella, más animoso se volvía él. Cuanto más se empequeñecía mi antítesis, más resurgía mi ego, fortalecido de enjuiciamientos y argumentos lapidantes. Pero mi antítesis sucumbió a sí misma, que no a mi ego, al que en el fondo menospreciaba también, y se largó a morirse por su cuenta. Dejamos de retroalimentarnos, y mi equilibrio emocional se fue también a hacer puñetas…¡ya no puedo conformar al ego, decirle que es el más listo, el más capaz, el más justo!. Y me enloquece con sus discursos, sus continuos deseos de compararse para sentirse superior…

La echo de menos, a mi antítesis, porque ahora tengo que conformarme con mirarme al espejo y repetirle a mi ego que no hace falta batallar con nadie para ser quien soy….¡Con lo cabezón que es!. No le basta con que yo resista los embates más brutales, con que salga adelante aunque me sienta débil, con que siga gustando a quienes gustaba, siendo aceptada y querida por quienes me amaban antes y ahora…,no, él quiere que tenga orgullo, que me vengue, que guarde rencor, que me lamente si hace falta, pero que le de un reflejo en el que no reconocerse…¡De locos!, ¿verdad?, así suelen ser los egos.


La cuestión es que he perdido a mi antítesis, y que anda por ahí, destruyéndose con su propio ego, ciega de orgullo, queriendo vengarse y desparramando rencores y paranoia por todas partes, según me cuentan. Claro que, también, parece ser que le pueden los miedos y, como siempre ha sido tan cobarde, intenta esconderse en agujeros y hacerse la invisible, aunque eso le complique la vida y le atropellen todos los trenes de la vida que ha dejado pasar. Pero eso es asunto suyo; el mío, mi asunto, es que me he quedado sin sombra y me deslumbra el sol. Pero me voy acostumbrando."

martes, 31 de agosto de 2010

Cuento soñado


El perro se adormilaba estirado en el suelo. La niña también, sentada a su lado, en el escalón del porche. Se marchitaba la tarde bajo un calor cargado de insectos, y el propio cuerpo parecía pesar, o quizás fueran los propios pensamientos. La transpiración dibujaba formas caprichosas sobre sus manos quietas en el regazo; estuvo observándolas mucho rato, hasta que los párpados empezaron a pesarle, y se dejó llevar por la somnolencia. La fuerza de la luz solar convertía en roja la oscuridad de los ojos cerrados, acabó por abrirlos, suspiró, con los sentidos embotados.

-¡Uf, que aburrimiento!- murmuró al silencio roto por las cigarras. Acarició el pelaje dorado del perro, provocándole un estremecimiento al animal medio dormido. Se puso en pie, y el can inició un paciente erguirse que culminó en un largo bostezo y una mirada de ojos sumisos y expectantes. La niña empezó a andar, seguida por el perro. Tenía una extraña consciencia de estar viva, cansada pero viva, abotargada pero viva. Era la lúcida percepción de su cuerpo en el lugar que ocupaba en cada instante, a cada paso. El oprimente calor, el olor un tanto acre del animal que la acompañaba, el de la tierra seca, el suyo propio a cuerpo joven y sudoroso. El sonido amortiguado de sus sandalias, un ras-ras suave y granítico.

Pensó en volver a casa de la abuela, pero la abuela estaría ocupada y sin ganas de charlar, a esas horas, y no tenía ordenador donde jugar a un videojuego o “chatear” con sus amigos de la ciudad. No lo echaría tanto de menos si los niños del pueblo subieran hasta la “carretera alta”, donde la abuela vivía y donde ella languidecía de sopor y aburrimiento en ese momento. Pero nadie llegaba hasta allí, excepto los cuatro o cinco convecinos que aún habitaban sus casas.


Solo le quedaba la tía Alicia. No era su tía, y lo sabía, pero en su familia todos la llamaban así. La tía Alicia era diferente al resto de personas mayores que conocía, y más diferente aún a las personas muy mayores que conocía -ella nunca hubiera pensado en “viejos”, le habían enseñado que sonaba mal-, porque la tía Alicia todo lo hacía con suavidad. Sonreía con suavidad, se movía con suavidad, hablaba con una vocecita que parecía una caricia y, a veces, le parecía que hacía cosquillas. Le gustaba la tía Alicia, aunque a ratos le ponía triste verla tan frágil, como a una muñeca de porcelana antigua que se podía romper. Pero, sobre todo, le gustaban las cosas que decía la tía Alicia.


Un día, la llevó a su dormitorio para enseñarle un espejo. Era un espejo antiguo, con el marco de madera que había sido clara pero que se había oscurecido con el tiempo; tenía grabadas en él pequeñas figuritas de mujeres diminutas que parecía flotar, ascendiendo como haditas alrededor del pulido cristal. La tía Alicia dijo que en aquél espejo se había visto vestida de novia y, desde entonces, siempre que se miraba en él se veía vestida de novia. Sonreía de una manera muy dulce cuando lo dijo, y a la niña le gustó tanto que casi la vio también vestida de blanco.

Otro día, quizás el año pasado, o el anterior, la tía Alicia le habló de las amapolas. La niña no había oído hablar de aquellas flores, que sin embargo conocía de vista, que había arrancado de los campos multitud de veces y a las que nadie hacia caso.
Recordaba que estaban en el umbrío salón de la tía Alicia, tomando limonada y comiendo bizcocho de pasas, cuando la mujercilla se puso ha hablar de las amapolas. “Son como la paz, ¿sabes?, hermosas y abundantes, pero se marchitan enseguida y todo el mundo las pisa como si no importaran. Llenan los campos y, si las respetas, puedes sentarte entre ellas y te acarician como manitas de niños. Yo lo hacía, de pequeña. Nunca me hicieron daño, las amapolas…Pero no las puedes cortar, porque mueren. Debes dejarlas en la tierra, porque, aunque su vida es breve, así vuelven a renacer, vuelven a llenar los prados de color y fuerza….Como la paz”, había dicho.

Bajó la cuesta que llevaba a la casa de tía Alicia. Quizás por eso también le gustaba aquella mujer, vivía en la primera casa, cerca de la carretera; descender era más fácil, a veces lo hacía medio trotando, como ahora, y era como si el viento la empujase. El perro la seguía, resoplando un poco, y empezó a sentirse más animada.
En el porche, todo respiraba tranquilidad. Esperó ver la brillante cabeza rizada y muy blanca de tía Alicia en el prometedor cuadrado de sombra, bajo el emparrado, pero estaba desierto. Se adentró en el modesto jardincillo de la entrada, dudando en si llamarla a voces o esperar a llamar a la puerta. Estaba abierta, y podía verse parte de los muebles recargados del comedor, desde afuera. La niña avanzó, subió los tres escalones de piedra y se quedó parada, escuchando a las cigarras y el silencio. “No está aquí”, le dijo al perro.
Y, de repente, sonrió y supo donde encontraría a la tía Alicia. Salió al camino, giró a la izquierda, y corrió hacia los campos amarillentos de finales de agosto. Las espigas secas le fustigaban las piernas, pero no le importó. Llegó a la linde, donde empezaba un prado descendente y verde, y observó la pléyade de ojitos rojos como gotas de sangre, que surgían entre la hierba. “¡Amapolas!”, exclamó. Y echó a correr entre ellas, zigzagueando para no pisarlas, en busca de la tía Alicia. El perro se quedó quieto un segundo más y lanzó un aullido prolongado y lastimero que solo escuchó el viento cálido.

sábado, 21 de agosto de 2010

Como ala de mariposa


Él era mi amigo desde siempre pero, desde que la conocí a ella, supe que él no la entendía. Me la presentó eufórico, orgulloso, enamorado, y yo me quedé mirándola junto a él y empezando a percibir ese sentimiento que nunca me ha abandonado cada vez que he vuelto a verla, de que “algo” estaba mal ubicado, de que ella no ocupaba el lugar que le correspondía.

Entonces era alegre, rubia y menuda. Con los años, sigue siendo rubia y menuda, pero ese “algo” que yo presentía le ha oscurecido la alegría y la mirada. No es que ya no sonría, pero se nota la tristeza en la comisura de sus labios, y eso parte el corazón, viniendo de ella.


Le recuerdo entregada y vivaz, llena de iniciativas e ilusiones. Inquieta, era ella la que siempre sorprendía con detalles agradables para todo el mundo. Nada le molestaba, todo lo asumía, siempre tenía una mano que ofrecer a quien lo necesitase y una risa que regalar al viento. Se la veía libre, dulce y frágil, como ala de mariposa…Siempre vino a mi mente esa imagen al verla, ala de mariposa…Porque, ¿qué es una mariposa sin sus alas?, nada, un gusanito inmundo.

Ella era ese ala de mariposa, liviana, suave, bella, intrépida rasgando el éter sin hacer ruido. Pero, las alas de mariposa están recubiertas de un misterioso polvillo cuya pérdida no les permite alzar el vuelo. Eso le pasó a ella, fue demasiado atrapada, demasiado retenida, perdió su esencia y el roce la ató a la tierra, a la vida de otros, a la existencia de simple gusano. Cuando quiso darse cuenta, su ala de mariposa no tenía brillo, se había olvidado de volar.


Pero, no hay que menospreciar la fuerza de un ala de mariposa, parece quebradiza pero es resistente. Quizás no tenga la potencia del ala de un ave, pero tiene la constancia de superación de la paciencia. Si la dejan, recupera su sustancia e inicia el vuelo. Se libera de sus cárceles, escapando por los resquicios; se contrae para hacerlo, casi se evapora entre los dedos de su opresor… Y vuelve a volar, vuelve a convertir al simple insecto en algo mágico y hermoso.


Ella es como ala de mariposa. Ahora está lastimada, herida, cree todavía que es un gusanito que no puede volar…Pero, en realidad, no es el cuerpo que se arrastra, es el ala que lo alza...Y volará, volará de nuevo, y yo estaré allí para verla.

martes, 10 de agosto de 2010

El baúl de los viejos desastres



Lo sacó de debajo de un montón de libros y muñequitos de adorno que descansaban sobre su tapa. Era enorme, oscuro,viejo.
Lo apartó de la pared contra la que se apoyaba, y tuvo que abrir su candado con una llavecita torneada que colgaba de una cadena, y que no vi de donde hizo aparición en su mano.

Miré su cara demacrada y, sin embargo, tan felíz en ese instante. Él devolvió mi mirada con sus ojos enormes y oscuros,como el contenido de aquél misterioso cofre.

-Son los secretos de toda mi vida- dijo, como un chiquillo crecido de repente.

Antes de sacar el primer tesoro, aún dijo:

- Quiero más al contenido de este baúl que al resto de mis cosas, incluida mi cuenta bancaria- Río, era mágica esa risa.

En sus manos temblaba ya una desgastada libreta de colegial; tapas rojas, arañadas, un desbarajuste de apuntes de diferente caligrafía en sus páginas amarillentas. La reconocí, era una de las que utilizábamos, de niños, para jugar a traducir canciones del inglés al español...¡Dios, que estropicios hacíamos con ambos idiomas!...

A partir de ese momento, otra realidad desapareció, el mundo se hizo nuestro. Volvimos a ser dos niños ilusionados por un montón de fruslerías. Miradas cómplices, felices, un millón de escenas vueltas a vivir, precioso pasado,inocente pasado infantil.

Luego, me enseñó las fotografías de sus perdidas parejas; una de ellas muerta en plena juventud por la misma enfermedad que le devoraba a él en esos días. Se le desdibujaba la mirada bajo las lágrimas, y le animé a que me mostrara más cosas. Atacó el fondo del baúl con ganas.

Fotos de familia, desvaídos recuerdos, poemas, flores secas; todo un mundo de material sensiblería, sentimientos muertos y enterrados. De aquellas tripas de madera extrajo el último fajo de fotografías. Me las mostró, allí estaba yo, veinte años más joven, una cría larguilucha y a medio camino hacia la pubertad, haciendo el ganso en su compañía. El día que nos caímos juntos en medio de una carretera de pueblo, y mi hermano disparó el flash de la cámara. El día que nos disfrazamos para pasar una tarde lluviosa en casa. La vez que recogimos un perro callejero y le bautizamos...Reíamos como bobos, nos entusiasmábamos contando anécdotas olvidadas.

Después, llegó el momento de cerrar aquella tapa, con todos sus tesoros, y la realidad nos calló encima a plomo. Él se moría, yo tenía que volver a mi vida. El baúl volvió a su rincón polvoriento en aquella habitación de dolor.

Nunca más volví a verle, pero no le olvido.



domingo, 11 de julio de 2010

FARIGOLA (Tomillo)



Recuerdo la habitación en penumbra, el bulto del armario insinuándose al fondo, el tic-tac del reloj, como marcando los espasmos de mi dolor de tripa, mis acalladas ganas de lamentarme y llorar, porque dolía. Y, entonces, la puerta se abría y en el recuadro iluminado se enmarcaba la silueta de mi abuela, como una bondadosa y parsimoniosa aparición, llevando entre sus manos una taza en un platito. De inmediato, el aroma del contenido de esa taza se expandía por todo el cuarto, y yo inspiraba con fuerza, como si aquél olor fuera ya el transportador de mi curación. Era solo un poco de infusión de hierba Luisa con tomillo, pero a mis ojos –y a mi olfato- de niña le parecían la sabrosa y ya familiar “pócima mágica” de la yaya.

Para mi abuela, mujer de campo transportada a la ciudad, no había dolencia que no arreglaran las hierbas medicinales. Conocía muchas, intentó transmitirme ese conocimiento, pero mi distraída y juvenil torpeza solo anotó en mi mente unas pocas. El tomillo o, como decía ella, catalanizada a medias de por vida, la “farigola”, es una de las que no he olvidado y pongo en práctica a la menor ocasión, ya sea para su uso o para recomendarla.

La utilizo para cocinar carnes, porque es digestiva, evita los molestos gases y da muy buen sabor a las salsas. Pero su verdadero mérito es en la curación, casi mágica, rapidísima, de muchos pequeños males.


La humilde farigola, de aspecto seco, tupidas hojitas verde-oscuro y flores rosadas o blanquecinas, demasiado pequeñas para parecer realmente flores, tiene de mi parte toda la simpatía y lealtad. No en pocas ocasiones, desde aquellas tazas de mi abuela, me ha librado de un dolor de muelas, un orzuelo o una conjuntivitis, una sesión de calambres estomacales y de muchas otras pequeñas calamidades de salud, a mi o a los míos.


Lo he recomendado tanto entre mis amistades que han llegado a bromear llamándome “bruja de las hierbas”. A mi me gustaba el apodo, por que, interiormente, era eso lo que me parecía de pequeña mi abuela con su secreta sabiduría.


La farigola, tan callada y oportuna, me permitió seguir con mis vacaciones campestres cuando, permanecer demasiado tiempo bajo un viento intenso, irritó mis ojos, produciéndome un fuerte y molesto dolor. En esa ocasión, el pobre médico de urgencias del pueblito más cercano, me recomendó un colirio que semejaba ir a arrancarme los ojos de cuajo, cada vez que me lo aplicaba. Me acordé a tiempo de la farigola e hice que mis acompañantes me ayudaran a buscarla entre el follaje- nunca falta en las tierras mediterráneas-, todos creían que me había vuelto un poco más loca, pero me obedecieron, y un poquito de esas hojas hirviendo en agua, y convenientemente enfriada después, me sirvieron para lavar mis delicados ojillos que mejoraron inmediatamente. Dos horas después me había olvidado del dolor y escozor.


Expliqué esto a unos conocidos, en otras vacaciones. Su niño llevaba días con un intenso dolor de muelas que le tenía recluido en la habitación, sin ganas de ir a la piscina como los otros niños. La madre me miraba como a la mochales con receta casera que yo parecía, pero le ofrecí un poco de mi hierba inseparable, y lo probaron. Al día siguiente, el chiquillo se estaba bañando y gritando mientras jugaba, sin acordarse de sus muelas careadas, y la madre me daba las gracias efusivamente y me acorralaba a preguntas sobre “mi” farigola.

A otras amistades mi consejo les ha maravillado tras comprobar que, efectivamente, les quitaba desde diarreas inoportunas a dolores de estómago de los que no dejan dormir.

Y, además, me recuerda a mi querida yaya Sole. Por eso, y por lo bien que huele, fresca o seca, en mi cocina nunca falta la farigola, tomillo, tremoncillo, tomiño o ezkaia, da igual. Siempre bien a mano.

domingo, 4 de julio de 2010

La casa de la cuneta -II


Una lluvia en verano es como despertar de un angustioso letargo a la serena realidad. Si caminas bajo una lluvia de verano, lenta y fresca, sientes como las minúsculas gotitas rebotan sobre ti, recordándote que estás vivo, o viva, y atándote a la irrepetible trascendencia de ese momento. No puedes pensar en el pasado ni en el futuro, por cercanos que sean, porque ese caer de agua te hace notar tu vulnerable capacidad de quedar empapado, o de estar tan solo en el momento presente. Sueñas, como mucho, en ponerte a cubierto, y ese es un pensamiento agradable, frente al “infierno” mental de las insoportables horas de canícula. En tu interior sabes que esa lluvia pasará más rápidamente de lo que, superficialmente, deseas admitir. Anticipas que el frescor que te transmite volverá a dar paso al calor tórrido, a la mente embotada y al esfuerzo más insoportable y cansino de aliviar esa sensación. Y, aún a tú pesar, disfrutas de esa lluvia.

Eso iba pensando el viejo, carretera arriba, mientras dejaba que la fina lluvia traspasara la incontinencia de las mangas de su camisa, sin acelerar el paso, y el agua le empapaba cada vez más, de la cabeza a los pies.
Apenas era Junio, pero el calor se manifestaba desde hacia semanas. Llevaba tanto tiempo encerrado en su casa, que no se había percatado de cuánto anhelaba respirar aire puro, o cuanto le molestaba su propia transpiración. Se sentía íntimamente satisfecho de haber elegido asistir a la cita con el “joven de los seguros”, y que fuese en un día como aquél. Mientras tanto, sus calmosos pasos enfilaban ya la cuesta de la carretera, emprendiendo el último tramo hacia el pueblo. Dos coches pasaron raudos, y uno de ellos le salpicó aún más de agua. Lo miró alejarse con rostro sombrío pero no hizo ademán alguno de disgusto, ni intentó sacudirse el exceso de agua de las ropas o el pelo; por el contrario, volvió a agachar la cabeza, se apoyó con firmeza en su bastón y siguió andando.

En la entrada del pueblo, se le escapó un suspiro. Ver de nuevo las primeras casas, intuir la proximidad de otras personas, antiguos conocidos muchos de ellos, le creaba una suerte de ansiedad nerviosa. Se concentró en el asfalto reflectante como charol, por efecto del agua, para no ceder al instintivo deseo de darse la vuelta y no llegar a pisar las calles. La luz de un semáforo se reflejaba en el suelo, emitiendo un parpadeo color azafrán que parecía decirle “aléjate”. Por el contrario, intentó alargar sus lentos pasos de viejo, y alcanzó con ello la primera acera, aunque un dolor lacerante le atravesara la cadera.

En la plaza, todo parecía congelado en el tiempo. Las mismas o parecidas marquesinas de las tiendas, los mismos portales, la misma fuente y, presidiendo, la misma pequeña iglesia, encalada e irguiendo su orgulloso campanario, cuajado de florituras. Echó de menos, eso sí, al sempiterno grupo de niños jugando, o quizás al grupo de palomas que se empeñaban en ensuciar la fuente; pero estaba lloviendo, y eso siempre hace que los animales racionales o irracionales desaparezcan del exterior. Fue a sentarse en uno de los bancos de hierro forjado que descubrió en el centro de la plaza. Se dejó caer, pesada pero disimuladamente, y apoyó la barbilla sobre el mango de su bastón que sujetaban sus manos. Desde allí, observó con más detenimiento cuanto pudo a través de la cortina de lluvia.

El viejo bar, donde tantas tardes jugara una partida frente a un vaso de vino en el pasado, seguía en pie. Ahora lucía un toldo diferente, con grandes letras donde anunciaba pomposamente su nombre, “bar Florencio”, y protegía las escasas mesas de la terraza con parasoles enormes y gastados. Dentro, se advertía el movimiento de los curiosos parroquianos que, a no mucho tardar, asomarían la nariz por la puerta para otear al excéntrico viejo sentado en la plaza, bajo la lluvia.

A los diez minutos, empezó a pensar que su citador no aparecería. Seguramente nunca creyó que él, el viejo, cumpliría el trato y rompería su encierro de años para ir a su encuentro. Se sintió estúpido, por un segundo, y una ira interior le hizo mella, pero enseguida superó el instante, decidido a confiar en su intuición y el deseo de escuchar aquella historia que le intrigaba. Un gato pasó bajo los soportales, haciéndole seguirle con la vista, y fue a perderse atravesando una puerta entornada. Intentó recordar quién vivía allí cuando él conocía a todos en el pueblo; no pudo ajustar su memoria y sus cavilaciones y, entonces, se encendieron las farolas, previniendo la oscuridad cenicienta de la tarde lluviosa. Se frotó los ojos con una mano mojada, volvió a su terca postura sobre el bastón, y el rugir de un motor, todavía lejano, le obligó a envararse y mirar hacia la bocacalle más próxima.

Los curiosos del bar no habían soportado más, y hacían sus cábalas apelotonados bajo la puerta abierta del local. Un coche enfiló entonces la plaza, apareciendo de repente como un cascado corcel metálico y rodeado de vaho. El viejo se levantó de su asiento lentamente, una sonrisa sardónica dibujándose en sus delgados labios. El conductor se apeaba, previsoramente ataviado con un impermeable azul oscuro, con capucha.

miércoles, 23 de junio de 2010

HOGUERAS


Acercó el rostro a la luz de la vela. Parpadeaba incesante la pequeña llama, ascendía el aroma a cera y a sándalo hacia su nariz. Contuvo el aliento por temor a apagar aquél pequeño corazón de fuego palpitante. La oscuridad la envolvía en la habitación, solo aquella vela era centro de luz. Lentamente, a medida que sus ojos se acostumbraron al brillo cobrizo de aquel resplandor, fue dejando ir sus lágrimas, fluyendo cada una con sus recuerdos…., y el dolor.

Noche de San Juan, noche de brujas, noche de magia. La noche del paso a otro ecuador, a otra vida, a otro cambio…; ruptura y comienzo, principio y final, renovación, simbolismo y superstición unidas. Y la vibrante ansiedad de sentir la vida, al fondo.

Todo el día había sido iniciático, una frenética preparación: primero, el viaje hasta las montañas; luego, ascender la carretera increíblemente sinuosa, empinada, metros y metros de precipicio arriba. Y, llegando al pueblo, descubrir que el frenesí, aún bajo el cachazudo aspecto de calma, se unía al de los habitantes. Todos hacían algo para preparar la noche; los niños transportaban maderas y muebles viejos a lo alto de la ladera; los hombres dejaban los aperos de labranza y las herramientas de trabajo para desaparecer en vehículos cargados por el camino entre la espesura; las mujeres andaban afanosas, parloteando excitadamente de comidas preparadas o en proceso de preparación. Había una satisfactoria tensión latente, generalizada, tácita. Por eso apenas reparaba nadie en los forasteros que se habían unido a sus vidas cerradas de aldeanos montañeses, aquél día.

Gerardo se lo había explicado, con el mismo entusiasmo que ahora descubría en aquella gente. Un pueblito singular donde pasar la mística noche de San Juan, el solsticio de verano. Unas tradiciones que se perdían en la memoria de los tiempos. Un simbolismo particular, atávico y, por ello, exótico. Él la había arrastrado hasta allí, que no convencido; ella le seguía, en aquellos años, tanto por descubrir lo que él quería enseñarle, como por amor ciego, entregado.


Y, allí estaba, en un día brumoso y húmedo, en medio de una soterrada actividad, en la preparación de una extraña fiesta que más parecía un ritual.
Llovió un poco por la tarde, y se notaba la preocupación en las caras. El pequeño bar, que olía a moho antiguo y a aceite requemado, estaba casi desierto. Apenas dos parroquianos, arrugados y silenciosos, consumían sendos vasos de vino oscuro. Ella y Gerardo eran el resto de la clientela. Gerardo no dejaba de parlotear; ella había dejado de escucharle hacía un rato. Eran siempre las mismas cosas, detalles y recuerdos de su infancia en aquél pueblo, en las temporadas vacacionales, en casa de unos tíos ya desaparecidos. Su familia era originaria de aquél lugar, pero hacía casi un siglo que todos se habían trasladado a las grandes urbes; solo los tíos se habían quedado, y ya ni ellos estaban, hacía años. Hizo girar el vaso entra las manos, distraída. Desde que salieran de casa, sentía un extraño hueco en el estómago y la cabeza como embotada, distante. No es que le aburriera el divagar entusiasmado de Gerardo, es que no tenía capacidad de retener sus palabras; todo sonaba lejano, como murmurado tras un muro…Solo le atraían los ires y venires de los hoscos habitantes del lugar, su silencio al cruzarse con ellos dos, sus displicentes miradas y su condescendiente comportamiento . Y todo ello estaba incluido en el mismo sueño desvelado que le parecía el entorno.

Al fin, llegó la noche. A las nueve en punto se celebraba una misa en la pequeña iglesia. Se apiñaron los dos entre la multitud congregada. Olía fuertemente a cera, a cerrado y a humanidad; diríase que aquél templo diminuto no se usaba con frecuencia. Los murmullos no cesaron en toda la ceremonia. El sacerdote - un joven treintañero que había aparecido en una vetusta motocicleta, justo antes de la celebración religiosa, y que desapareció con la misma presteza en cuanto acabó- disertaba sobre San Juan Bautista, su vida y su muerte, sin que nadie pareciera muy interesado en el sermón. Sin embargo, casi todos los presentes comulgaron, inclinando la cabeza, introspectivos, y un alivio colectivo pareció alzarse cuando la misa concluyó y las puertas volvieron a abrirse.


La alegría en los rostros se acentuó cuando salieron de la iglesia a una noche fresca y despejada. La mayoría alzaba los ojos hacia el cielo cuajado de estrellas, oscuro como una promesa. Luego, con sonrisas anticipatorias, corrían hacia sus coches o empezaban a ascender, en ordenadas hileras a ambos lados del estrecho camino, hacia lo alto de la montaña. Gerardo y ella se unieron a este último grupo, caminando de la mano, lentamente, entre unos jóvenes que se pasaban una bota de vino y unas cuantas fruslerías, riendo y bromeando. Pronto se sumieron en las sombras de la espesura; alguien encendió una antorcha, y luego fueron dos, y otras más que brillaron más adelante y más atrás de la hilera andante. Los árboles y los matojos que bordeaban el sendero parecían enormes guardianes de un singular desfile. Poco a poco, la animación fue extendiéndose en las filas, cantos y risas se oían por todas partes, silenciando las maniobras de las pequeñas alimañas nocturnas que se movían entre las ramas.


Y llegaron al claro, al final del camino. Recordaba cuanto le sorprendió la enormidad del lugar, circular , amurallado por troncos de gruesos abetos que agitaban sus copas oscuras, como saludando a los recién llegados. Los preparativos de aquél día descansaban sobre la hierba; montones de mesas y tenderetes, repletas de comida, bebida y toda clase de adornos bajo la luz de los candiles, largos palos que sostenían guirnaldas y banderas multicolores y, en el centro, la enorme hoguera que ardería a media noche, rodeada de multitud de velas blancas y cuencos de agua. Recordaba como un oscuro sentimiento veló todo lo demás a sus ojos, al verla; no era temor, ni aprensión, y tenía un poco de todo ello; era algo parecido a una intuición ansiosa, atávica.


Los aldeanos se habían distribuido como bajo unas ordenes no escritas; al fondo, junto a las mesas, los más viejos y sus hijos; los hombres más jóvenes merodeaban cerca de grupos de muchachas, que les daban conversación o reían provocadoras, según los casos; los niños corrían por doquier, lanzándose petardos o puñados de tierra.
Pronto, el lugar adquirió el aspecto de una verdadera fiesta y grandes y pequeños se mezclaron compartiendo su alegría al son de una música repetitiva y hechicera, que interpretaban unos improvisados músicos. Gabriel tiró de ella hasta el centro del claro, donde varias parejas se habían lanzado a un frenético baile. Les imitaron, sin dejar de reír, una risa nerviosa y pegadiza que no les dejó en mucho rato. Él la besaba en el cuello y los hombros, abrazándola, para volver a separarse sin soltar sus manos y sin dejar de girar. Ella se dejaba envolver por aquella atmósfera increíble, mágica en su rusticidad. Y, de repente, la música cesó y los danzantes se apartaron.

El silencio se hizo en el claro, mientras unos hombres se acercaban a la hoguera con teas encendidas. Ella se abrazó a su pareja, como si algo inconcebible fuera a ocurrir. Los hombres lanzaron sus antorchas a la pira, y ésta se encendió con un bramido colosal. Un alarido conjunto se alzó de las gargantas de los presentes, mientras las llamas gigantescas lamían la madera, creciendo desmesuradas. Se diría que nadie osaba respirar mientras el fuego hacía su trabajo. Todos observaban, en contenido silencio, mientras solo se oía el crepitar de la leña quemada y la leve brisa soplando entre los árboles.

Cuando, en un espacio de tiempo que pareció eterno, la altura del fuego menguó, empezó otro singular desfile. Hombres jóvenes o de hasta de mediana edad se dispusieron a ambos lados de la muralla ardiente; unos mirando al norte, otros al sur. De nuevo empezó a sonar una música, esta vez sinuosa y lenta, un son de flautas y dulzainas que se iba elevando poco a poco. Los hombres estiraban los brazos, sacudían las piernas como en un pre calentamiento concienzudo y meditado. Un tamboril empezó a puntear la melodía,y el primero de los hombres junto a la hoguera se agachó un poco, miró a las llamas y echó a correr hacia ellas. Fue como si la música marcase su breve carrera, nada más que ésta y los pasos rápidos del corredor se escuchaba. Y, entonces, el hombre saltó, y atravesó la marea roja y ardiente, cayendo al otro lado. Los vítores y las palmas sonaron de golpe, como otro tambor demencial, y otro saltador se aventuró a la hoguera, salvándola ileso también.

Uno tras otro, los hombres corrían, el rostro tenso, los gestos ágiles, y saltaban para coronar la cumbre de llamas. Todos eran recibidos al cruzar por mujeres que les abrazaban y les obsequiaban con besos y coronas de flores.
Prendida en aquél hechizo, ella preguntó a Gerardo a qué se debía aquél ritual. Al principio, temió que él no la hubiese oído, por el fragor de la fiesta y lo embebido en ella que parecía; pero le oyó gritar entre la miríada de sonidos: “es el comienzo de muchas nuevas vidas”. Ella volvió a mirar a los saltadores de la hoguera, con aquellas palabras danzando febriles en su mente.

Y, de pronto, el corazón empezó a latirte desaforado, cuando vio a Gerardo correr también hacia el fuego. Le miró, incrédula, y captó una sonrisa salvaje en su rostro que la dejó paralizada. Quiso detenerle, pero él ya estaba presto a saltar…, y saltó; su cuerpo se convirtió en una sombra oscura mientras traspasaba con éxito la flama inmensa, y luego se desplomó en la hierba iluminada, como un muñeco roto. Corrió ella, con el miedo golpeteando en sus sienes, y comprobó como él se levantaba, estallaba en carcajadas de loco y se lanzaba a sus brazos.
Le abrazó aquella noche como nunca más volvió a hacerlo. Y ella siempre pensó que fue el olor de aquél fuego en sus ropas, el éxtasis de aquél abrazo, y su risa, lo que la impulsaron a hacer lo que hizo. No recordaba muy bien cómo, pero se había situado frente a la hoguera y sus pies hicieron el resto. Saltó tan alto como pudo, abalanzándose sobre las lenguas de fuego, y solo sintió un tremendo deseo de vivir, de amar y ser amada, y el ardor de las llamas bajo su cuerpo.

Ahora, tras el curso de varias décadas de tormentoso amor junto a Gerardo, miraba la llama de una simple vela, en la soledad de su habitación. Se había acabado su unión, se agotó la magia que creyeron poseer para siempre aquella noche, hacía tantos años. Estaba sola, herida en su interior, cansada de tristeza. Lentamente, se incorporó de su asiento en la habitación oscura. Tomó la vela entre sus manos, mientras en la calle retumbaban los petardos y los fuegos artificiales. Mirando fijamente aquella pequeña llama, puso el cirio en el suelo, cerca del balcón, frente a la poderosa luna que brillaba sobre los edificios y, alejándose unos pasos, tomó empenta y salto aquél remedo de hoguera, aquella pequeña llama simbólica de una gigantesca pira que la había devorado, sin ella saberlo. Ésta vez no hubo música, ni frenesí, ni más éxtasis que su propio alarido gritando: “¡mi vida es mía!”.

jueves, 17 de junio de 2010

ESTAMOS DE REFORMAS


No me fui de vacaciones, ni me quedé sin ideas. No me rendí de ilusiones, ni abandoné la pelea. No me cansé de soñar, ni de imaginar historias. Es que a mi vida le ha dado por llamarme a hacer reformas.

Y en eso estamos las dos, discutiendo algunas veces, entre pintura y cartón, trocitos de corazón, recuerdos y otras memeces. Ella me quita razón, yo intento seguirle el paso; ella juega al quita y pon, yo no quiero variación y me llevo algún trastazo.

Pero al final coincidimos, y las dos nos adaptamos. Aunque mucho discutimos, y hasta nos enfadamos, en el fondo elegimos lo mismo...y así andamos.

Y nos vamos conociendo,otra vez, mientras pintamos. Entre parches y remiendos, creo que voy entendiendo que,en el fondo, nos gustamos.

Y, aunque el trabajo es pesado y yo me sienta rendida, nunca me deja de lado, no es mala chica,mi vida.

Por eso quiero ayudarla, y le presto mi atención; y el blog...para otra ocasión, cuando acabemos de armarla.

Esto es solo un receso, un paréntesis de nada; la última acometida y volveré con más peso, y mi vida reparada.

Hasta muy pronto, gracias a todos. No me olvideis, que vuelvo en unos dias.

jueves, 3 de junio de 2010

La casa en la cuneta













El viejo miraba por la ventana. Veía sin ver el mismo árbol amarillento y triste frente a la casa, la misma pequeña fuente de piedra, ahora seca y casi arrancada de la tierra, la misma valla baja, insuficiente y torcida que veía cada día, durante incansables y eternos minutos que se sucedían sin apenas reparara en nada. Solo miraba, y sus ojillos legañosos parecían adentrarse en él más allá de esos objetos; es decir, en la carretera y en los campos del otro lado, inmensos y verdes hasta perderse en las montañas grises y sin nombre.



El hijo o la nuera venían desde el pueblo cercano a traerle las viandas del día a día. Él apenas hablaba, les dejaba entrar, les obviaba a ellos y sus eternas quejas sobre su comportamiento, su abandono o su silencio. Comía algo cuando al fin se iban, lentamente, como a desgana, y guardaba el resto en la alacena para ir a colocarse frente al sucio cristal de la ventana y seguir mirando.


Hacía años que estaba allí; su entorno eran aquella casa, que se caía a pedazos, como él, y la reducida vista desde aquel mirador. Verano o invierno, fijaba la vista y se quedaba inmóvil, perdido en un mundo inaccesible y propio.


Nadie sabía qué atravesaba su mente mientras su cuerpo envejecía aún más, se debilitaba, coleccionaba profundas arrugas de dolorido estoicismo. Él solo miraba, como si esperara, y nunca nada cambiaba a sus ojos.



Un día, vio un automóvil detenerse frente a la pequeña verja de madera. Era un coche rojo, algo desgastado el color y las formas, como muy trotado. Arrastraban polvo las ruedas y hasta las ventanillas, y tenía torcido el retrovisor. El viejo no se movió, siguió mirando, ausente a todo, mientras la puerta del conductor se abría y un joven de unos treinta años, en mangas de camisa, se apeaba despacio, miraba en torno y atravesaba el minúsculo y arrasado jardín en dirección a la casa.


Llamó a la puerta con firmeza, insistió el enervante agudo del timbre varias veces; el viejo siguió inmóvil, mirando el gris acerado de la carretera vecina. Sonaron unos golpes dados con el puño, menos cordiales, pero nada perturbó la fijeza de aquellos ojos, ni su dueño movió un músculo del cuerpo o de la cara. Al fin, las llamadas cesaron y, si acaso, podría haberse advertido un mayor relajo en la expresión estática del observador de la ventana. Fueron unos segundos, hasta que otro rostro apareció al otro lado del cristal.


El joven del coche le había descubierto en su otear obstinado; le sonreía amigable, apoyando un codo sobre el alfeizar de la ventana, lleno de polvo y hojas secas.



-Buenas tardes, señor- saludó, y el viejo ni pestañeó, la vista al frente, aunque pudiera parecer que su gesto se hacía más huraño, contrariado por aquella merma inesperada de su paisaje.



-¿Podría atenderme un momento?, siento molestarle, pero solo necesito una firma…Es para…¡bah, le comprendo, estas cosas siempre incordian, es verdad!-



Sonreía el hombre joven, y el viejo le miró de pronto, sorprendido por la salida.


-Me envían de la aseguradora…, tiene usted unos papeles pendientes que firmar, desde hace cinco años….Del seguro de decesos, creo; pero, no se preocupe ahora, siga mirando el paisaje, yo le hago compañía, no tengo prisa. Quizás cuando anochezca…, querrá usted abrir y hablamos-


Se sentó el desconocido en el pretil, los brazos relajados sobre las piernas, y se puso a mirar hacia la lejanía igual que el viejo.

Los dos estuvieron en silencio unos quince o veinte minutos, mientras la tarde declinaba y solo se oía el trinar distante de algún pájaro y el eventual circular de algún vehículo. De vez en cuando, desviaba el viejo un ojo al acecho hacia su improvisado compañero al otro lado del cristal, y volvía a su aspecto circunspecto y despegado. Al cabo de ese tiempo, el joven suspiró ruidosamente y comentó, como al viento:


- ¡Si mi padre pudiera ver y sentir esta paz, también se pararía a mirar por la ventana!...Pero, ¿sabe usted?, él vive en la ciudad, y solo sabe trabajar y trabajar… Tanto que ni se pregunta por qué trabaja; tanto que lo ha convertido en el centro de su vida…Él mismo dice que, si dejara el trabajo, tendría tiempo de pensar en demasiadas cosas…Pobre, creo que eso lo mataría…-



Escuchó el viejo, pero permaneció impertérrito, y el joven volvió a la silenciosa meditación. Pasó al vuelo un pájaro, se perdió en el follaje del árbol medio seco, sopló con fuerza una ráfaga de aire, las sombra se fueron convirtiendo en noche. Ya no se distinguía apenas la cara del viejo, al otro lado del cristal de la ventana; el joven había cruzado los brazos sobre el pecho y apoyado la espalda en la pared de piedra de la casa. De pronto, se oyó un carraspeo, casi como el sonido de una rama al quebrarse, y la voz del viejo dijo, ronca:



-¿Sabe porqué pensar mataría a su padre?-



En la penumbra creciente, el joven contestó sin dudar, en tono melifluo :



-Si, pero él no quiere escucharlo-



Silencio dentro de la casa; al poco rato, una luz que se encendía, crujir de madera vieja, y la ventana se abrió dejando asomar medio cuerpo del viejo.



-Le firmaré esos papeles, si me lo explica- pronunció en un susurro áspero.



El hombre joven sonrió, tan amable como si acabara de llegar y hubiera conseguido su propósito de inmediato.



- He venido por su firma; la historia mañana, en el café de la plaza- contestó, alargándole un bolígrafo y un pliego, extraídos de su carpeta como por arte de magia.



El viejo dudo, agarró el bolígrafo sin dejar de mirar al otro a los ojos, y estampó su firma en el papel.



-A las seis- dijo. El desconocido asintió, sin abandonar su sonrisa.



La tarde siguiente, una hora antes de la señalada , el viejo salió por primera vez en cinco años de la casa de la cuneta, y se encaminó despacio hacia el pueblo, mirando en lontananza.

martes, 1 de junio de 2010

Carta del más allá


Traslado aquí un relato que tuvo el honor de participar y ganar el tercer premio en el I Concurso de Relatos de Todoslosforos, allá por el año...2006. La imagen que lo acompaña es obra de un buen amigo del foro, y todo un artista, Unomás, o para mi el "Profe".





Sociedad de Parapsicología Madrid

Estimados amigos:

Ya se que este es un torpe intento, pero es mi última y única oportunidad de comunicarme "verdaderamente" con todos ustedes. No pueden imaginar el esfuerzo de concentración que me ha costado infiltrar cada una de estas palabras en el cerebro de esta pobre aficionada, hasta conseguir que, de una vez, se decidiese a escribir por mi esta carta dirigida a ustedes. Que lo crean o no, excede de mis posibilidades, pero es mi intención que así sea y mi más fervoroso deseo. Y, para intentar que comprendan y crean mi historia, no me queda más remedio que empezar por el principio. Mi nombre en la tierra era Pablo Villares. No, por favor, no se echen a temblar, que esto no es más que el comienzo y, aunque muchos de ustedes piensen lo contrario, no tienen ni pajolera idea de quién soy, en realidad.
Nunca fui un hombre religioso, ni por educación ni por convicción, pero tampoco totalmente escéptico. Como tantos otros miles de personas de la llamada era moderna, supongo que tenía esa especie de puerta a la credulidad (o a la fe) semiabierta, aunque nunca acabase de abrirse del todo. Llámenle miedo, desinterés o ateísmo, da igual.
Tampoco creía en la nueva oleada de moda en mis últimos años de vida, es decir, en la avalancha de teorías pintorescas, escalofriantes y apocalípticas que pregonaban médiums, videntes y líderes sectarios de todo tipo y condición. Simplemente, me tenían sin cuidado. Ya sé que ahí es donde entran ustedes, y les ruego que mis palabras no les parezcan peyorativas; lo digo sin rencor ni menosprecio alguno, pero reconozcan que se han convertido en un tostón universal, últimamente. Y, lo peor de todo, no saben lo equivocados que están.

En fin, yendo al grano, la culpa de que, por una vez, sólo una vez, me acercara a uno de ustedes y dejara que me hiciera una "consulta",fue de Pati. Pati era mi novia, mi última novia, nunca mejor dicho.
Antes de Pati, hubieron otras chicas. No voy a decir que haya sido un angelito, ni tampoco pretendo dármelas de don Juan, pero lo advierto, para que no crean que Pati me llevaba por donde ella quisiera,¡pobrecita!.Por cierto, me alegro de que se haya casado, después de haberme llorado durante el tiempo prudencial de año y medio, aunque donde yo estoy el significado terrenal de tiempo es muy distinto.
A lo que iba; cuando conocí a Pati no podía sospechar que ella iba a acercarme tanto a un mundo tan enigmático, extraño y delirante como el de las creencias que ella y parte de su familia compartían. No es que fuera una auténtica fanática del esoterismo y todo eso, pero creía en muchas de esas cosas y yo, iluso de mí, alucinaba y me enfurecía al oírla hablar. Como si tal cosa, estando yo en su casa, preguntaba a su madre de repente:

-¿Has ido a por el agua bendecida?.-

Mi cabeza giraba hacia ella, luego hacia a su madre, con total desconcierto.
-Sí, Tatiana me ha llenado una garrafa, pero dice que para el domingo tendrá más.- Yo intentaba concentrarme; a ver, agua bendecida, en una garrafa. O asaltaban la pila de agua bendita de una iglesia, o resultaba que la vendían ya en los supermercados, como las salchichas. Y,¿para qué querían tanta agua bendita, en aquella casa?.

-¿Quién es Tatiana?.-acababa preguntando, más prudente.


Pati ni se inmutaba, me miraba apenas con aquél aire suyo de no haber roto nunca un plato, y contestaba:

-Una vidente de aquí cerca, que tiene mucha mano para bendecir el agua.-

¡La dichosa agua la bendecía la vecina!,yo alucinaba totalmente.


-Y,¿bebéis de eso?.-cuchicheaba curioso al oído de mi novia. Ella chistaba entre dientes, desdeñosa, y respondía con impaciencia:

-Tú no entiendes de éstas cosas.

Al principio, todo empezaba y acababa ahí. Pati y su familia no ocultaban su tendencia a consultar con su vidente favorita cualquier problema de la casa, ya fuera de salud, monetario o sentimental, pero no parecían tener interés alguno en que yo, un extraño todavía, me embarcara con ellos en esa...afición, por decirlo de algún modo. Pero, lo cierto, es que a partir de entonces y sin darme cuenta, fui poniendo más atención cada vez que en la tele, en la radio o en cualquier otra parte se hablaba de esos temas. Hasta me sabía los nombres de algunos de esos adivinos de postín.

Una vez, me atreví a preguntarle por ello abiertamente a Pati. Acabábamos de ver una película sentimental pero muy entretenida que, extrañamente, me había gustado hacia algunos años :”Ghost”; no hace falta que la explique,¿verdad?.Como diversión, no está mal, como motivo de reflexión sobre la muerte y sus consecuencias, puede servir, sobre todo a los vivos, pero para tomárselo en serio...,puedo asegurar ahora que no se parece a la muerte "real".Bueno, pues Pati y yo acabábamos de ver “Ghost” y ella aún se enjugaba sus ojitos llorosos con el klynex que me había pedido desde su rincón del sofá y, de repente, así sin más, le dije a bocajarro:


-Oye, tú crees en todo eso de las apariciones de fantasmas y demás,¿no?.-

Ella sorbió un poco, siguió limpiándose con mucho cuidado y una por una sus pestañas cubiertas de rimmel, y repuso con simplicidad:


-Pues claro,y quién no.


Su convicción me azoró, pero me llené de osadía y de buen criterio de hombre adulto y sensato, para refutar con la misma naturalidad:


-Mujer, pues no es lo más normal del mundo, tragarse todas esas chorradas sobre los muertos, los ovnis, y toda esa mandanga.¿O es que has visto alguno, listilla?.

Dejó de restregarse los ojos, alzó hacia mí su carita de niña vampira, y dijo tan atónita como si yo acabase de negar le existencia de los perros:

-Pues claro que los he visto, y los he oído, en la película...-

La corté con una carcajada exagerada pero sincera.


-¡Ja, ¿conque haciéndote la graciosa?.¡Yo no me refiero a la película, sino a la realidad!.-

Se enfadó de pronto ,y frunció su naricilla respingona hasta casi hacerla desaparecer.

-Y,¿a qué crees que me refiero yo?.¡Eres un ignorante, Pablo!.¡No sabes nada de nada, y te atreves a negarlo!.-


Pasé un brazo conciliador alrededor de sus hombros; estaba desconcertado y abrumado, y presentía que, una vez más, la tormenta de la discusión se cernía sobre nosotros por una bobada.


-Vale, no te lo tomes así...;yo...,ya sé que te gusta ir con tu madre a ver a esa Tatiana, o como se llame...-


-¿Y qué?- repuso desafiante e iracunda, apartando mi mano de su hombrera.

-Tatiana sabe mas cosas sobre el más allá que tú y yo juntos sobre cualquier otro tema. Es una privilegiada, tiene un don, aunque tú no puedas entenderlo - añadió, mientras se levantaba para pasear inquieta por la habitación .

Creía que ella daba por zanjado el tema, pero poco después continuó, ya sentada de nuevo junto a mí, y sin apartar la vista de sus manos:


-Tatiana es vidente desde niña. Ella dice que ya entonces oía voces que le hablaban y le contaban cosas que una cría de su edad no podía saber. Me explicó que, con siete u ocho años, el fantasma de su abuelo venía para protegerla, pero que la abrazaba con tal fuerza que la asfixiaba y casi perdía el conocimiento....Su madre se pensaba que era epiléptica.-

Hice un esfuerzo por no volver a reír. Probablemente, la madre de Tatiana tenía razón, o al menos se acercaba más a la verdad, pero no era cuestión de planteárselo a Pati. En aquél momento, no.


-Pues, chica, lo cierto es que con ese nombre....Tatiana,¿cómo se le ocurrió a esa buena mujer llamar así a su hija?.No me extraña que le pasen cosas raras...-dije, queriendo más bien cambiar de conversación.
Los fantasmas y las creencias de Pati habían dejado de interesarme.


-Se llama Ascensión López Martínez, por si quieres saberlo. Lo de Tatiana es porque suena mejor para su profesión.-explicó Pati, aún enfurruñada pero con más calma.

Otra vez me dio la risa, pero conseguí tragármela antes de levantar suspicacias.¡Lo de Ascensión me había llegado al alma!;¡no cabía duda de que Ascensión había ascendido a las nubes en el pasado y se había quedado ahí!.¡Vaya chiflada!,¡y se hacía llamar Tatiana!...


-Pues yo creí que las videntes podían llamarse de cualquier manera -repuse cuando me dominé, por ver si de una vez la cosa daba un giro.

-Vaya, que no sé que tiene de malo llamarse Pepa, o Antoñita, o Romualda, para tener esas...experiencias.-


-¡Bah, no entiendes nada!.-me soltó Pati, exasperada, y no dijo una palabra más hasta que la llevé a su casa.

Poco a poco, según iba avanzando nuestra relación, me acostumbré a oír a Pati,(y a su madre y sus hermanos, también forofos de la tal Tatiana y otras mancias ),hablar sobre encantamientos, fenómenos extraños y cosas por el estilo como si relataran el último chisme del barrio. Me resultaba increíble que personas adultas pudieran tener fe ciega en todas aquellas paparruchas,(para mi lo eran, ya entonces),y que creyeran de veras que unos tristes mortales como ellos o como cualquiera, pudiesen tener poderes sobrenaturales o "el don",como Pati lo llamaba. Pero, como digo, la fuerza de la costumbre teñía ese aspecto de normalidad. Era, más o menos, como descubrir de pronto un defecto inadvertido en la persona amada, como una verruga fea o que le huele el aliento de vez en cuando...,uno lo obvia, y ya está.

Al cabo de poco tiempo, Pati y yo decidimos irnos a vivir juntos. Ella tenía un trabajo, yo también, podíamos compartir un pisito de alquiler sin demasiado esfuerzo, todo parecía perfecto. El único obstáculo, era planteárselo a sus padres que, suponíamos, esperaban que nos casáramos "por lo legal",con flores, raso blanco para la novia y todo eso. Tragué saliva mientras Pati se encargaba de comunicar nuestra decisión a su madre, y por un momento temí que ésta echara a correr para ir en busca de Tatiana y pedirle que me dedicara un mal de ojo por pretender llevarme a su hija. Pero, aunque a regañadientes, la madre claudicó.
Instalados en nuestro nidito de amor, mi mundo particular parecía ser idílico. Nuestra vivienda no era muy grande, pero,¡que caramba!,era confortable: dos habitaciones, cocina y aseo, ¿qué más podía pedir?.Un día, al volver del trabajo, entré en el cuarto más pequeño, que dedicábamos a sala de estar, y vi sobre la mesilla de cristal,(que aún estábamos pagando a plazos junto al resto del mobiliario),una pequeña pecera con una especie de alga oscura dentro.

-Cariño, me parece que el pez se ha desintegrado o se ha ido.-le dije a Pati, que trasteaba en la cocina a unos escasos cuatro metros de mi.

Entró en la habitación, radiante en sus tejanos ajustados.


-¿Qué pez?.-me dijo con expresión infantil y tono de impaciencia.


-Pues, el pez. Supongo que en ésta pecera habría un pez...-repuse, mirando las hojitas verdinegras de aquella cosa que flotaba en el interior de la vasija.


Pati se puso una mano en la cadera, señaló con la otra la pecera de cristal, y explicó cómo si hablara con un cretino integral:


-“Eso” se llama una Rosa de Alejandría, es para saber si hay malas vibraciones en casa, y no necesita ningún pez.-


La miré a ella y luego al montón oscuro del fondo de la pecera.

-¿Te refieres a esa alga?.-pregunté, incrédulo.


-¡No es ningún alga, me lo ha dado Tatiana, y no te atrevas a tocarlo!.¡Es un buen regalo, aunque no sepas apreciarlo!.-

Puse cara de póquer, y no rechisté.¿Qué podía decir?,estaba rodeado de aprendizas a brujas que sabían más que yo. De todos modos, la dichosa plantita me ponía nervioso cada vez que la veía, es decir, a diario. Patricia aseguraba que, si alguien nos visitaba con malas intenciones, el agua de la pecera se volvería turbia y sabríamos quién nos quería mal. Yo no podía imaginar que ninguno de nuestros amigos o parientes pudiese experimentar tan malos sentimientos hacia nosotros, ni qué ganaríamos con saberlo, en caso de que así fuera. Me daban ganas de preguntarle qué haríamos en el supuesto caso de que la señal de alerta diera el aviso, pero al momento me arrepentía de creer por instante en aquella superchería y hasta de mirar a aquella cosa de la pecera con reticencia.¡Era una tontería más, por favor...!,¿me estaba volviendo como Pati y su madre?.

A las pocas semanas, el cuarto de estar estaba lleno de velitas y cirios de todos los colores y todos los olores, había un cuadro del Sagrado Corazón colgado sobre el televisor, y la pecera con el alga dentro seguía presidiendo la mesa de centro. Yo no entendía aquél batiburrillo seudo-místico-religioso, pero dejaba que Pati se las compusiera con sus devociones y la decoración de la casa.


Un sábado por la tarde, la vi acicalarse con muchas prisas y le pregunté, inocentemente, a donde íbamos a ir.

-Tú no sé,-repuso, mirándose al espejo y agitando su melena oscura,-pero yo he quedado con Tatiana.-

¡Otra vez la maldita Tatiana!. Fingí quedarme imperturbable, e indagué:

-¿Vais a salir juntas de compras?.-


Me miró sonriendo.


-No, tonto. He quedado en su casa para que me tire las cartas. Aún no he ido, desde que estamos juntos.-

Sabía de qué estaba hablando. O lo suponía: se refería a aquella mierda del tarot y todo eso. Había aprendido mucho sobre esoterismo, desde que estaba con Pati, o eso creía yo. No me gustaba, no me gustaba ni pizca que andara con aquellas historias.


-¿Quieres acompañarme?.-dijo de pronto, mientras salía del cuarto de baño como una princesa. Me sentí halagado y desafiado a la vez. Ella sabía que yo no acababa de tragarme todas aquellos cuentos de poderes y misterios, y le gustaba picotearme con eso como me gustaba a mí pincharla llamándola bruja y cosas por el estilo. Pero, hasta entonces, nunca se había lanzado a pedirme que la acompañara ni a casa de la tal Tatiana ni a comprar aquellas pijaditas esotéricas que tanto le gustaban. Era un detalle, un desafío y un detalle, o eso me pareció en aquel momento. Así, que me vi llevándola en mi propio coche hasta la consulta de la vidente. Por el camino, ella parloteaba sin cesar y la verdad es que nunca la había visto tan contenta y tan amable conmigo.

-Estoy pensando que podíamos echarnos las cartas los dos, primero yo y luego tú. Así sabremos qué nos depara el destino por separado, en un plan más personal,¿entiendes?.-me decía, encantadora y convincente.

Yo la escuchaba, más pendiente en realidad de su mano en mi rodilla, que me distraía por momentos de la conducción. Su alegría me hacía pensar en la recompensa por mi buen comportamiento,¡íbamos a pasar una noche memorable, seguro!.
Nuestro destino era un bloque de pisos normal y corriente, muy cerca de donde vivían los padres de Pati. Cuanto más nos acercábamos al portal en cuestión, más me arrepentía de haberla acompañado hasta allí. Así que caminaba despacio, ceñudo y cabizbajo. Pati llamó a un timbre del interfono, con aire de familiaridad, y una voz gangosa y entrecortada por la estática lanzó un "¿si?" interrogante. Pati empujó la puerta apenas se oyó el chasquido de apertura, y me apremió a seguirla. Entré con renuencia. Nada sobrenatural en la escalera, solo olor a comidas rancias y a humedad. Nada espectacular en la puerta de la vivienda, barniz cascado y un timbre amarillento que sonó a carraca en el interior. Se abrió la puerta, esperé descubrir el misterio. Pero, no había tal misterio: Tatiana resultó ser una señora de unos cincuenta y tantos, baja, rechoncha y con bata floreada de estar por casa. Llevaba uno de esos peinados pasados de moda que mi madre autodenomina "cascos", iba maquillada con energía y profusión y tenía sonrisa de ama de casa frescachona, que dejaba entrever una dentadura amarillenta pero completa. Todo muy normal, me relajé. Pati y Tatiana charlaban alegremente y con mucha confianza, mientras yo miraba a la mujer y me convencía de que tenía aspecto de llamarse Ascensión. Entramos en un saloncito diminuto, mitad comedor, mitad sala de recibir, donde un canario trinaba a sus anchas hasta dañar los tímpanos ajenos, y donde gran parte de los adornos y el mobiliario me hicieron sentirme como en mi propia casa: había velas, estampitas religiosas y varillas de incienso a medio quemar por todas partes.

-Siéntese, joven.-me ofreció Tatiana, apartando una silla de la mesa de comedor, cubierta con un enorme mantel rojo con manopasería dorada para la ocasión. Pati ya se había acomodado en el otro extremo de la mesa. Tatiana bajó las persianas de las dos ventanas de la estancia, y la penumbra repentina empezó a darme mala espina y a ponerme de mal humor. Siempre pasaba igual, como cuando Pati se empeñaba en explicarme los efectos mágicos y supuestamente beneficiosos de tal o cual objeto, me daba yu-yu, como ella decía.

-Bueno, vamos a empezar.-dijo Tatiana, sentándose entre nosotros y barajando un montón de cartas que no se de donde sacó. Nos miró, con aspecto intrigante y vagamente cómico, y empezó a extender las cartas sobre el mantel.

-Éstas son para ti, Patricita. Veamos que dicen.-

De repente, mi sentido del humor se encendió. Creo firmemente que fue el hecho de oír llamar a Pati "Patricita",¡nunca hubiese imaginado nada más rebuscado y repelente!.La cosa, es que a partir de ese momento, fui capaz de sonreír con mal disimulada ironía y ponerme en guardia para las tonterías y disparates que pudiese oír. Tatiana no se percató de mi cambio de humor, estaba concentrada en las rocambolescas imágenes de sus cartas, con el ceño fruncido y pellizcándose sus labios gordezuelos con dos dedos no menos gordos. Pati tampoco reparaba en mi persona, parecía completamente extasiada, expectante, como si allí mismo, ante nuestros ojos, fuera a desarrollarse la verdad más suprema. Volví a sonreír para mis adentros, malévolo.
El caso, es que a los pocos minutos de intentar prestar atención a los susurros inaudibles y confidenciales de la vidente, ya me había cansado. Comencé a bostezar, eso si, procurando que no se notara demasiado, y para distraerme me fijé en las fotografías que llenaban una repisa del aparador, frente a mí: un hombre calvo, de mejillas hundidas y con bigote, en una vieja foto descolorida ;un chico serio y de perfil, vestido de soldado y enmarcado en un marco de plata, en otra foto más grande; otra instantánea pequeña de una pareja con aspecto de los años sesenta, ella sonriente y con un vestido estampado, él con sombrero cordobés que contrastaba con su jersey a rayas, forzosamente en gris y blanco en la foto....El canario trinaba más que nunca. La luz del sol penetraba apenas por las estrías de las dos persianas, haciéndome pensar en la maravillosa tarde de sábado que me estaba perdiendo allí adentro. Tatiana se inclinaba sobre sus cartas hasta topar con ellas su nariz y susurraba. Pati pasaba totalmente de mí. El pájaro trinaba.

Empecé a hartarme de los murmullos, del canario en su jaula y de la incómoda silla en que estaba sentado. Pasaron diez minutos, quince. De repente, las cabezas de las dos mujeres se alzaron del tapete, por fin, y Tatiana suspiró. Pati suspiró también, sonriendo.

-Qué,¿ha habido suerte?.-pregunté, atolondrado. Pati me fulminó con la mirada, pero no dijo nada. Tatiana se dirigió a mí, barajando de nuevo sus cartas.
-Ahora le toca a usted.-dijo, sin dejar de mezclar con manos expertas y presurosas. Dejó la baraja sobre la mesa, pensé que iba a comenzar, y me quedé mirando fijamente el mazo de cartas, como embobado, por un segundo. En aquél instante, me asustó pensar que todo mi futuro, toda mi intimidad o todos mis defectos pudiesen estar reflejados en aquellos dibujos y símbolos extraños; fue solo un instante, pero me fascinó y me asustó mucho, lo reconozco. Afortunadamente, Tatiana se puso en pie en aquél preciso momento, y dijo:

-¡Ay, un momento, me he dejado algo que hacer en la cocina...-,y salió trotando sobre sus cortas piernas rechonchas.


La imaginé llenando garrafas de agua del grifo, y bendiciéndolas sucesivamente sobre el mármol de su cocina. Volvió enseguida, tomó asiento otra vez, con aire satisfecho.


-Es que me he dejado puesta la lavadora y si no se tiende enseguida la ropa se arruga.-explicó como disculpa, rezumando buen hacer doméstico por todos sus poros.

-Bueno, vamos a ver que le dicen las cartas a éste muchacho tan guapo.-añadió, relamida y lisonjera, volviendo a manosear la baraja. Yo había perdido el interés, palabra, pero esperé a ver que pasaba. Como suponía, las cartas me defraudaron; los pronósticos me parecieron obvios, manidos y nada excitantes. Para comenzar, con la carta que abrió el desfile, Tatiana exclamó triunfal:

-¡Larga vida!.-.Yo me acordé de aquella frase de "larga vida al Cesar",que decían en las películas de romanos de mi infancia. Me dio la risa, pero la disimulé arrugando la frente en señal de concentración. Piensen ahora en lo acertado de su videncia, conociendo mi estado actual. El resto de las predicciones fueron igual de favorables y aliviadoras: salud, trabajo, amor...,todo de lo mejorcito. Las pocas cosas que Tatiana parecía adivinar de mi personalidad, acababa de sonsacármelas a fuerza de soslayadas preguntas, o se parecían sospechosamente a la opinión que Pati tenía de mi. Me aburría, suerte que acabó pronto.

-Pues, eso es lo que hay, por ahora.-dijo al final la mujer, poniendo fin a sus cuchicheos misteriosos y reconcentrados. Se levantó a subir las persianas, y de repente mi malignidad de escéptico su puso otra vez de manifiesto y dije:

-Un momento, la verdad es que esto a durado muy poco y, para ser la primera vez...,me gustaría que hiciera algo más complicado; por ejemplo,¿cómo se llama...?.¿Una "güija"?.-
La mujer se quedó parada, a medio tirar de la cuerda de la persiana. Miró a Pati, Pati la miraba. Me miró a mí, pareció pensarlo, y repuso:


-Vale.-

Durante media hora, jugamos sobre el tapete rojo a seguir las evoluciones de un vaso puesto del revés, con nuestros índices sobre el reverso. Las letras del abecedario estaban desparramadas en círculo, al igual que los números del uno al cero. Previamente, Tatiana había hecho la invocación de rigor, agitando la cabeza varias veces y poniendo los ojos en blanco. La sesión comenzó, cuando ella dio la señal poniendo voz truculenta. Al principio, la dejé hacer, pero pronto comprendí que volvería a aburrirme si seguíamos moviendo el vaso y escuchando insensateces, y decidí poner mi granito de arena.
Tatiana preguntaba:

-¿Quieres decirnos otra vez tu nombre?.-


El supuesto fantasma ya había contestado al principio que se llamaba Asor, llevando el vaso con nuestros dedos hacia las letras correspondientes. Ahora, intuyendo que a Tatiana se le acababan las preguntas descomprometidas y quería ganar tiempo, pensé que era mi momento. Lentamente, guié el vaso hacia las mismas letras de antes; no hubo oposición. Por mi cuenta, añadí:

-Asor, Rey de los Párcanos.

Y aclaré, obligando a moverse a nuestros brazos en frenético deslizarse: -
-Párcanos, con acento en la primera “a”.

Tatiana alucinaba; se quedó con la boca abierta, y aseguró en un susurro:


-Creo que hemos dado con uno de los grandes, éste va en serio...-


Pati palideció ,y miró al vaso como si pudiese ver en él la mismísima cara de Asor, rey de los Párcanos. Yo me estremecí, pero de regocijo. Proseguimos, y poco a poco fui desatando mi imaginación y conduciéndolas a través de una historia pintoresca y fantasiosa, y de un cúmulo indescifrable de revelaciones absurdas. A ratos, pensé que Tatiana tenía que haberme descubierto, pero que seguía la farsa por no desengañar a mi chica. Pero, no, estaba tan admirada y absorbida como Pati. Y ahora lo sé bien, de buena tinta.



Cuando nos despedimos, después de haberme despachado a gusto con mi broma a veces asustándolas, a veces haciéndolas felices con buenas noticias, Tatiana parecía realmente sacada de un trance. Le brillaban los ojillos en su cara mofletuda, y tenía un aspecto levemente ausente, como si aún estuviera en contacto con el fantasma de Asor. No obstante, quedó encantada de nuestra visita,(y de nuestro dinero que pasó a sus manos),y nos rogó que volviésemos pronto, para otra sesión. Yo le sonreí con toda mi simpatía, pero pensé:"Espera sentada, vieja bruja".


En el trayecto de regreso, Pati no hablaba de otra cosa. Me felicitaba por mi genial idea de hacer la uija, aunque al principio no le había parecido tan genial, y parloteaba sin cesar de la excepcional experiencia. Antes de llegar a casa, no pude más: una cosa era gastar una bromita a aquella adivinadora sabelotodo, y otra mantener en el engaño a mi novia. Me reconcomía la conciencia, y le dije la verdad. Como era de esperar, se puso furiosa, que digo furiosa, histérica. Me llamó idiota, ignorante, sacrílego y un montón de lindezas más, y me castigo "sin postre" aquella noche y las siguientes, durante una semana, más o menos.
Y, después, cinco meses más tarde, ocurrió el accidente.

Un momento, puntualicemos; imagino lo que muchos de ustedes estarán pensando después de leer lo anterior: que lo que me ocurrió fue un castigo, por burlarme de esa pobre mujer y por mi incredulidad en la tarománcia y demás. Pero, no, estoy bien seguro de que no fue así, y tengo motivos de sobra para saberlo. Recuerden que soy yo el que está muerto. Vale.
En realidad, no me enteré muy bien de lo que pasó, hasta que fue irremediable. Aquella tarde llovía a mares,(llevaba todo el día lloviendo igual, ciertamente),y yo conducía mi coche camino a casa con toda la prudencia que la cortina de viento y agua me permitía. Había tenido que ir a las afueras de la ciudad por cuestión de trabajo, y circulaba por una carretera comarcal, amplia pero precaria, como casi todas las de este país. No había mucho tráfico, pero, entre la tormenta y que empezaba a oscurecer más deprisa, no se veía un carajo. Veía los faros de los otros coches cuando casi se cruzaban conmigo. Estuve tentado de aparcar en el arcén de mi derecha y dejar que pasara el aguacero varias veces pero, al final, seguía adelante sin probar a detenerme. Tenía ganas de llegar a casa, darme una ducha caliente y sentarme junto a Pati a cenar y ver la tele. Hacía frío, incluso con la calefacción del coche encendida a tope. Y, de repente, vi un par de faros atravesados por la lluvia, que venían hacia mi en dirección contraria y se precipitaban contra mi automovil. Eso fue todo, no me dio a tiempo a sentir ni ver nada más. Sentí un "blup", así, como se lo cuento, y luego la paz.

Sería muy complicado intentar explicar mi nuevo estado, pero les diré que podría parecerse mucho al Cielo que nos pintan cuando estamos vivos. Es sereno, agradable, dulce y apetecible eternamente. Pasé del primer sobresalto, al advertir el accidente, a aquella paz completa. No hay sonido, no hay visión, ni olores o sabores como los conocemos en la Tierra. Digamos, que hay una extraña percepción que nos hace llegar todo eso con una nitidez y perfección inimaginables para un mortal. Al principio, creí incluso que oía mi propia voz, pero ni tan siquiera eso era cierto, pues aquí no hace falta hablar para comunicarse.
Y, desde luego, lo que menos me hacía falta era comunicarme con los vivos. De repente, estaba bien donde estaba, no quería regresar. Claro que me acordaba de mis seres queridos, de Pati,de mis padres...,pero la pena que sentía por como lo estarían pasando por mi ausencia era velada, ligera, como si estuviera enterrada lejos, muy lejos de mí. Por supuesto, tenía presente y bien presente que estaba muerto. Verán, uno no se siente solo aquí. Pero está solo,...o no. Quiero decir, que si quieres comunicarte con otros espíritus, como los llamamos en la Tierra, no tienes más que desearlo, pero nunca molesta estar en contacto con los demás. Es como estar acompañado únicamente cuando verdaderamente te apetece y por quién te apetece. Es la perfección, en todos los sentidos; aunque aquí no hay sentidos, sino percepciones. Bueno, pues así estaba yo, empezando a gozar mi eternidad tan ricamente, cuando de súbito percibí otro "blup",y me vi absorbido de aquel lugar maravilloso. Para entonces, llevaba tres días muerto, en tiempo terrenal. Fue lo que aguantó la pobre Pati hasta acudir a Tatiana y pedirle que invocara a mi espíritu, por que no podía vivir sin saber de mi. Me vi colgado boca abajo, mi cara a un palmo, literalmente, de la cara de Tatiana. En realidad, no estaba ni colgado ni de ninguna otra manera, puesto que carezco de físico, pero esa era la sensación. El terror apareció de pronto, como los fantasmas negros de la película de Ghost. Se acabó mi paz, se acabó mi estado beatífico, y tuve que enfrentar la nueva realidad echándole valor como cuando estaba vivo.

-¡Vuelve, Pablo!,¡vuelve, Pablo!-repetía Tatiana, echándome su aliento en los ojos,(o donde debían estar),con los suyos cerrados y pintados de azul cobalto, y agitando las manos sobre la mesa. Jadeé de temor y sorpresa, o creí hacerlo, y exclamé:


-¡Estoy aquí!.-


Tatiana no se inmutó.


-¡Vuelve, Pablo, yo te invoco!.¡Te necesitamos aquíííí!.-


Intenté soltarme de donde estuviera colgando, o al menos poder ver a la mujer desde posición más digna. Fue inútil. Muy asustado, repetí: -¡Estoy aquí, Tatiana!.¿No me oye?...- No me oía; ni me veía, ni tenía remota idea de comunicarse con los muertos. Pero, allí estaba yo, atraído como por casualidad por sus artes mágicas.
-¡Vuelve, Pablo...!.-

-¡Ya he vuelto, maldita sea!.-dije desesperado. Y, entonces, se obró un nuevo milagro, y una voz amiga e invisible susurró a mi oído, o a mi cerebro, o a mi ente etéreo:

-Desea salir de aquí, y ya está.- Me dispuse a hacer caso de aquél consejo intuidamente amistoso, pero entonces oí un gemido entrecortado y mis nuevas percepciones me mostraron a Pati, sentada al otro lado de la mesa, junto a su madre, las dos vestidas de negro. Me causó tal impacto verla de nuevo, y en aquél lastimoso estado, que quise consolarla sobre todas las cosas. Sin darme cuenta de como lo conseguía ,me deslicé hasta ponerme delante de su carita pálida, afligida y esperanzadamente pendiente de las evoluciones de la vidente.
-¡Patricia, cariño!.¡Estoy aquí, preciosa;¿no me ves?!.-

Algo en mi capacidad de recuerdo se revolvió como un reptil enroscado.¡Aquella escena se parecía tan malditamente a la de la película que habíamos visto juntos...!.Solo que ésta era real, sólo que yo no era Patrick Swayze, sino un muerto "de verdad",solo que las pronunciadas ojeras de Pati, su rostro increíblemente más pálido y delgado que de costumbre, aquél luto que le sentaba tan mal, todo era real. El terror del principio se convirtió en pena, auténtica pena.

-Oye, estoy bien, de veras.-dije, sin pronunciarlo realmente, claro.
Ella seguía sin percibir mi presencia, empequeñecida en su oscura vestimenta, quieta y hundida en su asiento, entre Tatiana y su madre. Me dirigí a la vidente,me puse frente a su cara que continuaba contrayéndose y haciendo extrañas muecas mientras intentaba invocarme. La muy idiota no se enteraba de que lo había conseguido.

-¡Eh, Tatiana, yujuuu...!.¡¿No ves que me has traído de vuelta, so boba?.-

Nada, ni mú, Tatiana seguía con los ojos apretados y recitando:
-¡Vuelve, Pabloooo!.-
Me cansé de aquello; ansiaba la paz que me habían robado, así que la deseé con todas mis fuerzas, y..."¡blup!", otra vez estaba allí, en mi paraíso perdido.


La pena y el mal rato pasados fueron diluyéndose rápidamente en mí. Volví a sentir aquél gozoso bienestar. Hablaba, es decir, me comunicaba a menudo con espíritus más sabios o más expertos que yo, y me enteraba de muchas cosas. Por ejemplo, del afán de los vivos por hacernos retornar a su mundo y lo molesto que era eso. Una voz sin timbre ni sexo me decía:
-Creen que nosotros queremos decirles cosas. Creen que necesitamos informarles de dónde estamos y cómo nos sentimos...No tienen paciencia ni razonamiento para esperar a experimentarlo. Es el miedo...,tú lo recordarás, miedo a la muerte....-
Y otra voz muy distinta, aunque igual de insonora, hacía llegar hasta mí:

-Si, en los últimos y primeros años de cada siglo pasa lo mismo. Salen los médiums y los adivinadores ccmo hongos, y empiezan a darnos la tabarra...¡Es inevitable!.Pero, hay que acostumbrarse y esperar a que se cansen. Luego, si te fuerzan a acudir, deseas evadirte y te esfumas de allí.-
-Y,¿porqué pueden atraernos?.¿Porqué nos hacen sentirnos otra vez allí?.-
-Son los sentimientos, el deseo.-contestaba la primera percepción de voz.
-Es parecido a nosotros. La fuerza de una o varias voluntades, o el amor extremo, nos obligan a volver. Pero es inútil, porque no hay manera de que nos vean, ni de que nos presientan, realmente....Todo acaban imaginándolo....-


Yo asentía, comprendiendo profundamente cuanto me explicaban. Parecieron pasar mil años, o una décima de segundo, como se quiera, de felicidad completa. Pero, de pronto, en determinado instante, mis interminables cavilaciones placenteras fueron cortadas y,¡blup!;otra vez.
En ésta ocasión, me vi de nuevo pegado a la cara de Tatiana, flotando como una nube invisible delante de ella, pero no era su voz la que escuchaba. Era Pati.
-Pregúntale otra vez como está, Tatiana. Dile si el más allá es tan bonito como aseguró la semana pasada, y que nos diga si está con los ángeles-,la oí solicitar con voz ansiosa, preocupada, pero con un deje de ligera conformidad. Presté atención al rostro de Tatiana, desconcertado por lo que Pati decía, y vi despegarse poco a poco los apretados labios de la médium, untuosos de carmín.
-Dice que está bien, muy bien. Dice que está vivo entre los ángeles, y que conoce el Paraíso. Dice que quiere hablarte, a ti, Patricia, y que debes escuchar su mensaje.-peroró lentamente, con aquél tono truculento y tragicómico, sin abrir los ojos.

Yo no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.¡Tatiana pretendía haberse comunicado conmigo, por medio de aquella farsa de trance!.Mi percepción visual se centró en Pati; iba todavía vestida de luto, pero había tal resplandor de resignada alegría en su rostro al escuchar a la farsante, que parecía muy bonita, extrañamente bonita. Sus ojos negros miraban extasiados a la vidente, como si ella pudiera trasformarse en mí en cualquier momento. Tenía el torso echado hacia adelante, sobre el tapete de la mesa, y sus blancas manitas se plegaban tensamente sobre sus pequeños senos. Esta vez, estaba sola, nadie la acompañaba. Me pareció patéticamente indefensa frente a Tatiana y sus manejos.¡Si yo pudiera hacer algo, de verdad!.¡Poseer la forma de tranquilizar a Pati y decirle que no siguiera invocándome, y dar un susto de muerte a la falsa bruja!...Pero, no podía. Todo era mentira, y sabía que no podría evitar que Pati pagara generosamente aquella sesión a su supuesta interventora de espíritus y volviera una y otra vez, hasta que su dolor se mitigara, hasta que sus ahorros,(los nuestros),se acabaran....Decidí quedarme hasta el final, por ver qué más mentiras vertía Tatiana en su fingida conversación conmigo.
-¡Si, si, Pablo...,te escucho!.-decía la muy hipócrita, después de un silencio enigmático e intrigante.
-¡Paaati, Patriiicia!.Pablo quiere que sepas que tu vida continúa, que será muy larga y tendrás muchos hijos...con otro hombre, claro.-

Si hubiese estado vivo, y menos indignado, hubiera estallado en una de aquellas carcajadas sin control, como solía. El supuesto mensaje no podía ser más zafio y poco imaginativo, por no decir nada de la absurda puntualización final.

-¡Paaati...!.Pablo quiere que vuelvas, que vuelvas aquí para hablar con él, por medio de mi cuerpo...-

-¡Si, claro que volveré!.¡Dile que volveré, Tatiana!.-respondía Pati con un hilo de voz, trémula y expectante, visiblemente emocionada.


-Él puede oírte,pero no hablarte...-arguyó la bruja, sin saber cuánto acertaba por una vez.
-Por eso, necesita que yo esté presente, para traducir sus palabras...-

-Si, si, lo entiendo.-susurró Pati.
Deseé tener pies y manos, para propinar una tunda a aquella embaucadora sin escrúpulos.
-¡Ah, ah...,Pablo, no te vayas...!.-empezó a gimotear, de repente, Tatiana.
-¡Ah...,¿tienes que irte ya?,¿te reclaman?...,si, muy bien, se lo diré...Adiós, Pablo, hasta prontooo.-
Y abrió los ojos, soltó el aire de su pecho voluminoso y parpadeó varias veces, como si saliera de un verdadero trance.
-Se ha acabado, hijita. Se ha volatizado por hoy.-dijo, con su voz normal recién recobrada, dirigiéndose a Pati con total naturalidad.
Pati estaba desolada, era como si me acabase de morir entonces; se enjugaba los lagrimones que salían de sus ojos más deprisa de lo que su pañuelito daba a basto.

-¡Conformidad, nena, conformidad!.-le aconsejó la bruja, levantándose para obligarla a ponerse también en pie.
-¡Al menos, tú puedes saber de tu novio. Sabes que está bien, y que te quiere y que velará por ti...!.¡Vamos, vamos, vete a casa y no te preocupes. Ya me pagarás mañana, o en la próxima sesión!...
Me puso furioso. Quise dejar de ver aquella imagen horrible de la vieja arpía consolando tan torpemente a mi abatida chica, y percibí el ¡blup! salvador. Me trasladé al otro mundo, es decir, al descanso de mi frustrado y entristecido espíritu. Desde entonces, he sido reclamado otras veces; siempre por Tatiana y en nombre de Pati. Yo comprendía su dolor, el de la chica, y que se sintiera tan sola y tan frustrada por el modo en que nuestra relación acabó. Pero, como comprenderán, las demás connotaciones del caso me parecen aberrantes. Y, sobre todo, quiero dejar algo muy claro: yo, es decir, mi "fantasma",jamás intervine realmente.
Sin embargo, ahora viene lo peor, la parte que muchos de ustedes conocen, y que tanto ha dado que hablar hasta en los periódicos. Para mí, fue algo tan ajeno a mi voluntad y mis posibilidades, que fui el que más se aterrorizó por el montaje.
Bueno, les contaré cómo sucedió, desde mi perspectiva. Como en las ocasiones anteriores y como ya he explicado, el ¡blup! surgió de repente en mi paz sin mácula. Me arrastró hacia la realidad de los vivos, obligándome a presenciar sus actos como un espectador forzado y renuente. Pero, esta vez fue totalmente distinto y más horripilante que nunca: tomé conciencia en el centro mismo de un círculo de caras que me miraban con gestos esperpénticos y ansiosos. Enseguida me di cuenta de que el lugar tampoco era el mismo; no estábamos en la casa de Tatiana, aunque ella también estaba allí. Mi percepción visual,(por decirlo de modo que me entiendan),me la mostraba entre otra caras desconocidas, grotescas y desenfocadas. Era como ver aquellos rostros a través de una lente y demasiado cerca,¿entienden?.Tatiana ya no parecía un ama de casa; iba hiper-maquillada, como siempre, pero, además, lucía una especie de turbante de tela dorada que parecía emitir chispas cegadoras. Sobre su pecho, un sin fin de cadenas enormes y tintineantes, repicaban entremezclándose con el coro de voces que me habían invocado. Todos decían mi nombre:
-¡Pablo Villares...Pablo Villares...!.-
Más confundido y asustado que nunca, me desplacé alrededor del círculo buscando un rostro familiar y más agradable que el de Tatiana. Buscando a Pati, para que nos vamos a engañar. Ella no estaba, pero, en cambio, me topé con seis pares de ojos saltones, seis bocas invocadoras y anhelantes, seis rostros de enormes narices y alientos torturantes. Seis máscaras con vida.
-¿Qué pasa aquí?.-formulé, desconcertado. Naturalmente, nadie me oyó. Otra voz, fuera del grupo, preguntó de pronto, deteniendo la cantinela de mi nombre: -Tatiana,¿ha conseguido contactar con "su" fantasma?.- Tatiana estaba en posición de trance, con sus enjoyadas y gordas manos extendidas sobre un tablero sin mantel y distinto al de su consulta. Sin abrir los ojos ni apenas inmutarse, afirmó varias veces con la cabeza. La voz exterior,(pero tan humana como la de los miembros del corro),insistió:
-¿Le está hablando?;¿qué le dice?.- Tatiana aspiró aire tan exageradamente como si se estuviera asfixiando. Con los párpados más apretados que antes, recitó, con su voz fantasmagórica:
-Pablo está alterado...;dice que hay muchas cosas que quiere comunicarnos...,pero no puede...-


La miré con interrogante furia. ¿Comunicarles, yo?.Y,¿qué era eso de que era "su" fantasma?.Me pregunté qué clase de circo perverso se había montado aquella mujer.
-¿Porqué no puede?.-inquirió la voz modulada de mujer. Me picó la curiosidad, y me asomé entre las caras de los que me rodeaban para verla. La vi, y comprendí donde estaba, todo en uno: público en las gradas, cámaras, focos, cables...¡Estaba en un plató de televisión y era el centro de atención de un programa de "reality show"!.No, perdón ,el centro de atención eran Tatiana y sus amigos. La mujer que hablaba con Tatiana, era una vieja conocida mía. La había visto montones de veces, haciendo entrevistas sensacionalistas y presentando gente famosa, en la tele. Obviaré su nombre, porque es conocido de todos. Con impotente amargura, me fui dando cuenta de lo que estaba ocurriendo. Tatiana, Ascensión López Martínez en su carné de identidad, me había utilizado para convertirme en su supuesto "espíritu particular".Había asegurado que contactaba realmente conmigo, había montado todo un espectáculo truculento alrededor de mi historia, había intercambiado impresiones con sus compañeros videntes acerca de mi y mi supuestas apariciones, fingiendo estar muy preocupada por los mensajes que le transmitía....Y había conseguido llevarme a televisión. Debo admitir que la suerte la acompañó; varias de sus predicciones, que figuraba que yo le había inspirado, habían resultado ciertas. El público estaba admirado, los periodistas entraron en el juego: entrevistas, comentarios, publicidad. Tatiana se había convertido en una médium de la "jet set",utilizando mi nombre y mi muerte como escudo, trasformándome gratuitamente en su confidente del más allá. Imposible saber porqué me había elegido a mí, entre todos sus "clientes",porqué no se inventó un nombre para su falso fantasma, simplemente...Quizás, porque la impresioné aquella vez, jugando a la guija, debió ser la única ocasión en que creyó contactar realmente con "el otro lado".
Y, entonces, en aquél momento, me había hecho objeto de una sesión pública y en directo de espiritismo. Me asusté aún más. Claro que ella pensaba que no me invocaba, realmente; acaso, su mente enfermiza le hacía creer que hablaba conmigo, quién sabe. Pero, lo cierto, era que me podía atraer cuando quisiera, que las llamadas insistentes y repetidas de ella y su grupo de visionarios me hacían aparecer, aunque de forma totalmente inadvertida para todos. El resto era falso, pero yo, mi espíritu o lo que fuera, estaba allí. Ya saben lo demás. Me han sido atribuidas toda clase de afirmaciones lúgubres y apocalípticas. Desde una Tercera Guerra Mundial, pronosticada supuestamente para dentro de pocos años, hasta la muerte de un famoso cantante. Nada es cierto, puesto que no conozco ni me interesa el futuro del mundo, si es que hay futuro, pasado o presente en mi nueva dimensión. Por eso me he visto obligado ha hacer esto. Ustedes dirán que, si he podido imbuir mi relato en la mente de una persona y forzarla a escribirlo, es que tengo poderes. Digamos que, tan solo, es una especie de favor especial que me ha sido concedido. A veces, muy pocas, estas cosas pasan, para lograr que nos dejen en paz.
Esto es lo único que les pido y es el único motivo de dirigirme a ustedes. Por favor, les ruego que detengan a Tatiana y a los otros que intentan contactar conmigo; díganle que no soy un espíritu influenciable que ha simpatizado con sus sensibles percepciones extraterrenas, ni tengo nada que comunicar, ni siquiera puedo hacerlo, y que me dejen tranquilo donde estoy...Estoy cansado de tanto ¡blup!,y de aparecer en lugares desconocidos y que me espantan. El después de la muerte, al menos para mi, es mucho más hermoso que volver al mundo de los vivos. Déjenme aquí.
Gracias.

Atentamente,

Pablo Villares.