miércoles, 15 de diciembre de 2010

Enterrando a Mari





Una lástima, me caía bien esta chica, y ¡era aún tan joven, tan ilusionada, tan ingenua…!. A veces parecía algo amargada, pero era simplona, la verdad. ¡Mira que no darse cuenta de la vida que llevaba!...Así le ha ido, al final, hay que enterrarla, ¡ay!

Siempre desviviéndose por los demás, siempre intentando agradar, ser la mejor, sorprender…Y se olvidaba de ella a cada paso. Y los demás también, debo decir…Lo pasó mal, los últimos años, la pobre.

Mira que yo se lo decía, “Mari, hija, que no es como te imaginas; lánzate a por lo tuyo y que espabilen los demás”; pero ella, nada, que decía que sí pero seguía en lo suyo, encaparrada en que algún día se darían cuenta de lo mucho que valía, en que su príncipe azul despertaría como el Ceniciento que era- más bien cenizo- y en que le agradecerían los esfuerzos, los desvelos, los llantos a escondidas…Y, claro, como yo vivía tan, tan abajo suyo…, no me oía bien.

Pero era buena chica, la Mari. Para empezar, odiaba que la llamasen Mari, pero apechugaba, como con todo. No sabía decir que no, aunque ella creyera que sí. Se las daba de dura, pero se estaba amuermando, secando poco a poco como una hojita caída. Estaba claro, pero ella no se enteraba. A veces salíamos juntas, y una tomaba el relevo de la otra. Si hablaba yo y se dejaba guiar, todo era más llevadero, hasta se divertía; si le daba por hacer la suya, volvía a casa amargada perdida y se escondía a llorar…., porque nunca hacía lo que de verdad le apetecía.

Se había convencido de que lo tenía todo hecho y servido en la vida: esposa abnegada- nunca mejor dicho-, madre sufrida, ama de casa sin más ambiciones… ¡ah, y secretaria, confesora, confidente, psicóloga, médico y lo que se terciase!...De todo, menos ella misma.

Había renunciado a mucho, por ser todo eso. Tenía cualidades, era alegre, aunque los tóxicos de la convivencia le agriaran el carácter. Era lo que se llama “una mujer apañá”, pero cada vez pasaba más desapercibida, esperando, siempre esperando, que todo eso se apreciara.

Al final, su mundo se desmoronó y no pudo con el trancazo. Se murió, la pobre, o la mataron tantas ingratitudes.

Y, ahora viene la parte chunga porque, aunque lamento su muerte, no me queda más remedio que alegrarme por mí, que disfruto ahora de su vivienda, más alta, más despejada y con mejores vistas. En su honor, he empezado por hacer limpieza y ponerlo todo a mi gusto…, que es el suyo. Aún quedan cosas que me la recuerdan, pero intento verlas cada vez con más con paciencia, un puntito de tristeza y ganas de cambiarlas, en su nombre.

Quiero demostrarle, allá donde esté y por si puede verme, que las cosas pueden hacerse de otra manera, sin partirse el alma en silencio. Quiero que descanse en paz. Por eso he comenzado a hacer que me llamen María, que es mi nombre real y me gusta más.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Ment y Alma, una historia que te pasa a tí
















Ment y Alma llevaban tanto tiempo juntos que ni recordaban cuanto. Toda una vida de hábitos establecidos- de modo tácito muchas veces- y codependencia inadvertida.


Quienes les conocían, hubieran dicho sin dudarlo que Ment era quien llevaba las riendas de la pareja; no sólo por ser el varón, sino por ser el más decidido, quien aconsejaba a Alma y quien acababa por llevarse “el gato al agua” en todas las diferencias de opinión- pocas, la verdad- que ambos pudieran tener.


Alma le dejaba hacer; porque estaba muy enamorada, se decía a sí misma. Lo cierto era que le iba muy bien no tener que ser ella quien tomase finalmente las decisiones: si la cosa salía bien, todo era genial, Ment presumía de su nuevo éxito y todos contentos; si la cosa salía mal, ella no tenía que sentirse culpable, ni recibir reprimendas, y bastaba con quedarse calladita para que el ego de Ment no saliera disparado con toda su ira.


Lo único que le fastidiaba a Alma era cuando algún anhelo surgía en su interior, cuando deseaba algo muy encarecidamente, porque sabía que tenía que consultarlo con Ment y preveía la respuesta. El general de las veces, Ment siempre tenía argumentos para echar para atrás sus deseos y que se quedara como estaba, a su sombra.


Recordaba por ejemplo cuando se pararon frente a un escaparate, no hacía mucho tiempo, y ella se encaprichó ipso-facto de aquellos pendientes. No pudo reprimir la exclamación de admiración y deseo que le provocaron, ni las ganas de entrar en la tienda y comprarlos, para lucirlos. Ment pareció ponerse en guardia desde que oyó las palabras “¡qué bonitos!”, pero contestó comprensivo y condescendiente, como siempre:


-¡Pero si tienes muchas baratijas de estas en casa!; además, tú casi no sales, ¿cuándo te los ibas a poner?-


Era cierto, eran baratos, no verdaderas joyas como le hubieran gustado a Alma; su gusto era zafio, y lo sabía, siempre acababa eligiendo lo más cutre, fijándose en lo más tirado, porque sabía que, por su vida y sus circunstancias, no podía aspirar a más. Y, era cierto también, ella apenas salía, no tenía ocasiones para lucir adornos o ir muy arreglada…Ment, como siempre, tenía razón. Así que se quedó sin los pendientes, y estuvo una semana soñando con ellos y arrepintiéndose de no haberlos comprado por el mero gusto de tenerlos.


En otra ocasión, en la que quedaron con unos amigos para ir a cenar, Alma estaba tan ilusionada que se atrevió a vestirse de modo llamativo, con escote, maquillaje y todas esas zarandajas que a las chicas les hacen sentirse atractivas. Al fin y al cabo, pensó su parte pudorosa, iba en pareja, no pretendía provocar a nadie y a él también le gustaría verla cambiar de aspecto un poco. Pero, cuando apareció ante Ment con su nueva apariencia, éste frunció el ceño y le espetó displicente:


-¡Donde vas con esas pintas!, ¿quieres que nuestros amigos piensen que estás loca?, ¡una mujer de tu edad no se viste así!-


Ella nunca hubiera pensado que la edad de una mujer fuera óbice para vestir como quisiera, pero se sintió mal, ridícula, tonta. Se puso su trajecito convencional, el de siempre, y Ment volvió a sonreír, permitiéndole una velada en paz.


Un buen día, una vieja y olvidada amiga llegó de visita, de repente. Se llamaba Conci, y Alma la había echado mucho tiempo de menos. Conci parecía la de siempre; serena, alegre, segura de sí misma y cariñosa. A Alma le alegró mucho verla, y Ment fingió que también se alegraba.


Charlaron de muchas cosas antes de que Conci preguntara a Alma, con cierto interés:


-A propósito, querida, ¿todavía pintas aquellos cuadros tan bonitos, como antes?-


A Alma fue como si un sutil puñal le atravesara el ídem, y la puñalada, encima, fuera agradable; algo muy raro. Bajo la mirada, se sintió enrojecer, y respondió, encogiéndose un poco:


-La verdad es que no, por falta de tiempo; pero lo cierto es que me gustaría-


Conci sonrió tan ampliamente como Ment se puso serio.


-¡Pues qué lástima, porque tienes verdadero talento!. Te lo decía porque tengo un amigo que expone las obras de los aficionados en su local, y enseguida me acordé de tí cuando lo supe…


Alma la miró sorprendida e ilusionada.


-¿De veras crees que tenía talento?- interrogó, olvidada de la atenta mirada de Ment.


- No, querida; he dicho “tienes”, tienes talento…, eso nunca se pierde una vez se nace así-


Al día siguiente, sin saber muy bien cómo, Alma pasó por un comercio de material para artistas, compró unos cuantos lienzos en blanco, unos pinceles y acuarelas, y empezó a pintar. Ment la encontró así, cuando llegó a casa, y de inmediato intentó hacerle ver la pérdida de tiempo que suponía aquella afición, lo desacostumbrada que estaba a utilizar los pinceles y lo infantil que estaba quedando el cuadro. Alma se quedó mirando su obra, estuvo a punto de arrancarla del caballete y ocultarla en la bolsa de la basura, pero se detuvo porque llamaron al timbre. Era Conci, quien entró con su habitual familiaridad y enseguida vio la pintura.


-¡Es genial!- exclamó, sacudiendo con sus guantes el último frio de la calle- ¿no te parece que pinta muy bien, Ment?. ¡Sería perfecto algo así para la exposición benéfica del local de mi amigo, cuando lo acabes!..., y, además, ayudarías en una buena obra-


Ment callaba, pero Alma sonreía plenamente, orgullosa y feliz como nunca.


-¿Crees que puedo?- preguntó a última hora, dudosa.


-¿Lo crees tú?- respondió Conci. Y Alma asintió.


Así que el cuadro se terminó, fue a parar a la exposición benéfica por los niños pobres del barrio, se pudo ayudar a unas cuantas familias, y Alma recibió felicitaciones y enhorabuenas por su arte.


-Te atreviste, querida, ya no hay quien te pare en dar tu talento con amor- le dijo Conci, abrazándola.


Por eso, cuando por la noche, solos los dos en casa, Ment intentó hacerle ver el tremendo error de creerse alguien capaz, de pensar que servía para algo sin él, y quiso recordarle lo mal que se iba a sentir si fracasaba, si no la llamaban más o si sus cuadros no gustaban, Alma contestó con aire soñador:


-Es igual, ahora sé que puedo decidir por mí misma. Deberías hacer lo mismo, cariño, se siente una muy bien perdiendo el miedo a todo. Creo incluso que te quiero más, desde que veo que no necesito que me digas lo que tengo que hacer –



Y era verdad. Ment era diferente, sin ser el que mandase, el que guiase, el que pusiera barreras a cada paso. Ment solo servía para acompañar, para ayudar a pensar, para buscar soluciones, para expresar sentimientos….Para las cosas prácticas, en lo que era muy útil. Para dejarse llevar por la intuición, el amor a los demás y la ternura, ya estaba Alma. Hacían así muy buena pareja; y siempre tenían a Conci, Conciencia, para poner paz entre ellos en los momentos difíciles.


Así fue como Ment pasó a ser Mente y dejó de ser Mentira.