jueves, 25 de agosto de 2011

Una imagen insólita


A veces, desde la monotonía del balcón de casa, se ven escenas inesperadas, llamativas o curiosas. Hoy he visto una que me ha sorprendido gratamente, no por escandalosa o accidentada, sino por poco habitual. Y, a lo mejor, peco de sensible o de romántica, e idealizo algo que es más común y menos significativo de lo que pienso pero, ¡qué le vamos a hacer!, a mí me ha sorprendido hasta el punto de hacerme desear ponerlo por escrito.

La cuestión ha sido que, después de muchos años de echar ojeadas rutinarias al pequeño parque abierto frente a mi casa, he visto por primera vez a un joven (muy joven) sentarse en un banco de ese parque para leer un libro. Siento sus caras de decepción, amigos míos, pero es que ustedes no han visto la decisión, casi anhelo, con que ese chico se dirigía a ese banco vacio.

No es que corriera, iba paseando como todo ocioso sereno; relajado el cuerpo, medido el paso, alzada la cabeza y, en una de sus manos de brazos bronceados, sujetaba un libro. ¡Un libro!; y no debía ser cualquier libro. Podría haber sido un libro de texto de cualquier materia, cuya nota tuviera que recuperar el próximo septiembre por haber fracasado en los exámenes corrientes de antes del verano. Podría haber sido uno de esos volúmenes de bolsillo, de los que compra uno al descuido, por distraerse en un trayecto o en una espera puntual. Pero, no, éste era un ejemplar de los que merecen estar expuestos en cualquier estantería, de buen tamaño, tapa dura y aspecto…de libro.

Y llegados hasta aquí, si no se han aburrido, les contaré que lo que me ha asombrado en mi silencioso y clandestino espiar del chico, ha sido la forma en que se ha sentado en el banco del parque, justo en el centro, como el que llega a casa y se siente cómodo, como el que alcanza la meta y la disfruta, y ha abierto ese libro. Y se notaba, incluso en la distancia, el placer de embarcarse en la lectura, en su expresión. Curiosamente, en ese momento han empezado a caer a su alrededor algunas hojas de los árboles, mecidas por una ráfaga ocasional de viento inoportuno, obligadas a desalojar las copas demasiado llenas por falta de poda. La imagen de esa escena, desde mi balcón, ha aumentado su atractivo poético.

Pasaban, de vez en cuando, los transeúntes y paseantes frente a ese banco. El esforzado que corría, en ropa veraniega de deporte y con los inevitables auriculares pendientes de sus orejas; un hombre mayor, con el nieto de la mano, intentando escapar de la presión vigilante del abuelo; una chica paseando a un perro que parecía arrastrarla a ella…Pero “mi” lector estaba absorto en las páginas de su libro, sumergido de lleno en cada una, trasportado a otro mundo donde ni el viento, ni otras presencias, ni mi obsesivo observar le molestaban. Tampoco parecía importarle el calor de media mañana de un día de agosto.

Allí estaba, solo, tranquilo y concentrado, disfrutando de su lectura mientras yo pensaba mirándole desde mi doméstica atalaya que, en estos tiempos, esa imagen cotidiana me parecía extraña y loable. Dicen muchas cosas de los jóvenes, dicen que son superficiales, acomodaticios, poco interesados en la cultura y, según las estadísticas, leen poco. Y debe ser verdad.

Por eso me gusta creer que he presenciado una excepción: un joven que sale de casa con su libro, para leer al aire libre y acogedor de un parque urbano. ¿Cuántos de nosotros hacemos eso?

lunes, 15 de agosto de 2011

Fluir



No sabemos en qué momento de la vida empezamos a correr, como locos, como desahuciados, o como si, por el contrario, fuéramos eternos y no existiera el cansancio, y convertimos la existencia en un montón de prioridades que atender, que moldear, o que alcanzar. Son esas cosas que creemos que nos llenan, que van a durar siempre, que mejores serán para nosotros cuanto mejores las hagamos. Las mismas que se desgastan, no llegamos a alcanzar y acaban por herirnos o decepcionarnos, o las dos cosas, después de haberles dedicado gran parte de nuestra vida.

Las cosas, los proyectos, incluso la relación con las personas, se deterioran. Y uno, o una, se encuentra que ha estado corriendo en pos de una idealización, una entelequia, a costa de que su vida pasara sin cumplir otras metas, ¡tantas!, que hubieran dado fondo de calidad a vivir y, además, gozo y reposo. Es duro darse cuenta de esto, pero también es de agradecer haberlo hecho antes de que, realmente, sea demasiado tarde. A veces, lo que nos empeñamos en no ver ni aceptar, la vida lo impone como diciéndote, cabreada, que te corresponde, que es para ti y que lo tomes de una vez y dejes de perder tu tiempo con cosas que verdaderamente no deseas o para las que no sirves.

Y, si tienes la ventura de pararte a escucharla, te vas dando cuenta de lo mucho que te estaba diciendo, de las pistas que daba, y tú, obnubilándote con la monotonía de lo poco conveniente.

Los budistas, misteriosos y profundos ellos, se sonríen ante estas cosas. A lo contrario, a dejarse mecer por la vida como pluma al viento, lo llaman algo así como “fluir”. Aquello que decía el bueno de Bruce Lee, entre películas de artes marciales, de: “be water, my friend” (sé como el agua, mi amigo), y que tanto nos hizo reír en un famoso anuncio publicitario.

Del discurso de Bruce Lee, hay otra frase que impacta más pero no se ha hecho tan popular. Es ésta:

“Yo no doy el golpe… el golpe se da solo”.

Y, al parecer, los budistas más sabios y los expertos de la meditación y el autoconocimiento, piensan igual del otro concepto de “dar golpe” o no darlo: vivir sin afanarse por trabajar tanto, sino por los resultados deseados, provoca que el trabajo se vaya haciendo, tranquilamente, lo necesario. Ser agua, flexible, amoldable…

Una, o uno, sonríe condescendiente cuando lee estas cosas que suenan a chaladura new age, o a pensamiento de gurú, chalado al fin de tanto estar sentado en el suelo. Pero la sonrisa es menos segura y menos sonrisa, cuando se entera de que el mismo principio lo utilizaban personajes como Napoleón Hill, Thomas Alba Edison, Henry Ford (el magnate de los coches) o Rockefeller. Todos ellos se hicieron de oro, allá por las primeras décadas del pasado siglo XX, y, según el libro publicado por el primero de ellos, el sistema era dejarse fluir hacia sus deseos, como si fueran realidad ineludible. Los deseos de cada uno de ellos eran, naturalmente, que sus ideas generaran negocios millonarios. Y ahí los tienen, durante generaciones.

A ver si, eso de fluir, va a ser más rentable además de más cómodo. Lo que no es nada de nada, es fácil. No dejamos de ver la pila de las deudas y las facturas y, claro, así no hay quien se relaje….Yo creo que algo no hacemos bien.

martes, 9 de agosto de 2011

Vivir para vivir


Dicen que en la vejez llega la sabiduría. También dicen que solo en la juventud es auténtica el ansia de vivir. Podrían ser dos afirmaciones paradójicas, porque para vivir de verdad se necesita la sabiduría de saber hacerlo, si no fuera porque hay personas que, siendo jóvenes, parecen tener la sabiduría de un viejo. De un viejo que tiene sabiduría, claro.

Solo un joven o un viejo sabio se ocupan de disfrutar el momento que están viviendo, sin preocuparse en el mañana, o en el ayer. Son los que siempre sonríen con la mirada.

La mayoría de adultos, no digo ya ancianos, vivimos presos de nuestras experiencias pasadas y temiendo las futuras. Sí, temiendo.Temiendo que las cosas se tuerzan, o empeoren, o se pierdan, o se marchen, o nos perdamos, o tengamos que marcharnos. Tememos al futuro, porque recordamos lo que perdimos en el pasado y no cuándo lo ganamos. Y, entre ese recuerdo negativo y ese temor, seguimos perdiendo el instante que vivimos.

Cuando un joven empieza a mirar su pasado con nostalgia, empieza a envejecer. Digo envejecer, no madurar. Piénsenlo. El joven que madura valora su corto pasado como algo que le muestra que vale la pena vivir. Vivir hoy, porque vivir es hoy.

Es lo mismo que hace un viejo cuando es sabio, sin pensar en el tiempo que le queda de vida, sino que todavía está en esta vida.

Me parece horrible la frase: “En mis tiempos…”. Siempre, mientras vivimos, es nuestro tiempo. Tiempo de reír, de llorar, de amar, de sentir. El alma, el interior de uno mismo, no se siente distinta a los cuarenta años que a los veinte, o a los diez, si me apuran. El alma, si le dejan, siempre está dispuesta a sonreír, a subirse a un columpio o a dar un abrazo. Somos nosotros, con nuestra mente, siempre tan ocupada en decirnos lo que nos puede pasar si no andamos con cuidado y con recelo, los que amordazamos al niño o niña feliz que llevamos dentro, y nos comportamos con…preocupación.

Por eso, cuando te llega un joven con alma sabia y te dice que vivas, que sonrías, que aprecies aquello que tienes ahora, algo da un vuelco en tu interior, porque te das cuenta de que lo sabías; sabías eso mismo y no lo has visto hasta que se lo has oído decir a él, que tiene tanta vida por delante para preocuparse y no se preocupa, sino que vive. Y el vuelco es aún más intenso cuando ves la misma actitud en los ojos, de repente alegres, de una persona anciana que recuerdas siempre triste o huraña, y que, por fin, ha visto la verdad. Alguien que es capaz de decirte “te quiero mucho” sonriendo, con la misma naturalidad que te pide la merienda. Como un niño, o una niña.

Cobran sentido, cuando los entiendes, los versos del poeta Serrat que decían: “Solo vale la pena vivir para vivir”. Me gusta esa estrofa en la que añade: “No nos contéis más cuentos, ya somos mayores”. Mayores, no viejos. Crezcamos, no envejezcamos.

Por eso, cuando tienes la fortuna de que un joven te diga mirándote a los ojos que sientas la vida, que no te pierdas en el mañana ni en el pasado, solo tienes dos salidas: o le haces caso, y pruebas, y vives, o piensas que no sabe nada porque es joven, y sigues muriéndote en tu dolor.

miércoles, 3 de agosto de 2011

El camino del triunfo


Vamos a imaginar una carrera que empieza desde una salida donde todos los participantes están en igualdad de condiciones. Aunque, quizás alguno tenga un tipo de ventaja que los demás desconocen, pero eso es algo que no podemos saber… Los que van a correr se preparan, el público mira y espera, expectante; la carrera va a comenzar…

O, mejor, imaginemos esa carrera en forma de película. El recorrido llegará a más personas, estará plasmado con más medios, la gente vibrará con esos atletas que, de la nada, quieren alzarse con el triunfo que solo conseguirán unos pocos de ellos. Si lo hacemos en retrospectiva, hasta podemos incluir la voz del ganador como narrador, relatando su odisea, sus sentimientos de ese momento y los síntomas de su esfuerzo. Todos podríamos hacernos partícipes de lo que sentía, implicados de la emoción de ese momento y de esa historia. Celebraríamos exaltados su triunfo, porque nos habríamos metido en su piel.

¿Por qué no ocurre esto en la vida real? Estamos hartos de que nos cuenten desgracias pormenorizadas; víctimas o narradores de desastres aparecen por doquier a decirnos que la vida, cuando se tuerce, se tuerce. Y eso es falso; los que se tuercen son nuestros actos, nuestras decisiones. Al menos, el general de las veces.

También hay ganadores de cada carrera; hay gente que triunfa cumpliendo sus sueños, después de luchar por ellos. Hay personas que, después de perderlo casi todo, o de sufrir un golpe del destino tan duro que, a cualquiera de nosotros, le parecería imposible que volvieran a levantarse, se recuperan silenciosamente y vuelven a avanzar. Hay metas, ayudas y milagros. ¿Por qué se acalla al triunfador, después de haber triunfado? ¿Por qué parece que, todos los que disfrutan del éxito, siempre han estado ahí? ¿Por qué no se potencia que expliquen su paso a paso, cómo lo hicieron, qué pensaban, su ánimo y desánimo, para que otros que vienen detrás vean y crean en una carrera similar hacia sus propias metas? Quizás sea porque les han dicho que solo interesa al gran público el momento de su triunfo, porque está considerado, socialmente, que es de mal gusto contar sin pudor lo mucho que se dudó, que se sufrió o que se superó, mientras se trabajaba por ese éxito. El nuevo ídolo no puede “descender” al rango humano, y decir a todos que también pensó en no conseguirlo, pero que ahí está.

Decir: “yo puedo lograrlo, porque Fulano y Zutano lo consiguieron, en mis circunstancias”, es muy importante. Más que pensar: “no lo conseguiré, porque veo de lejos los poquitos que lo consiguen, y no sé cómo lo hicieron”, y sin embargo esto es lo habitual, ante los grandes retos cotidianos, por falta de referentes que seguir.

Utilizar los medios de información para mostrar que, en cualquier campo o aspecto de la vida, hay personas vitales que están luchando de este o aquél modo, o que los recientes triunfadores probaron ésta o aquella táctica y que piensan que esto o aquello les hizo llegar, animaría a los propios protagonistas a sentirse valorados y, a quienes les descubrieran, a seguir en la brecha. Pero, quizás ese sea el quid de la cuestión: algo social, algo establecido, nos frena a dar ejemplo o pedir ayuda. Un tabú tácito e inexplicable que nos invade colectivamente, como si una ley universal y no escrita nos enseñara, nos ordenara, subir y callar- si podemos subir- para que no se anime el que viene detrás. Y, claro, la ascensión en solitario es más dura.

Imaginemos que cada uno de nosotros tiene un sueño; imaginemos que celebramos con los demás nuestros avances, en lugar de tan solo quejarnos al viento cuando algo va mal. Imaginemos que, mientras la vivimos, vamos compartiendo y relatando esa carrera de nuestra vida que puede llevarnos a nuestra meta, por sencilla que sea, por tropiezos que tenga, y dejar pistas para los demás, a la vez que nos nutrimos de sus ánimos y apoyo. Seríamos ganadores doblemente: por nuestro esfuerzo y por haber ayudado a otros.

Pero, en esta extraña, cruel y desequilibrada sociedad nuestra, solo se habla del momento del triunfo, brevemente, para subir después al triunfador al Olimpo de los ganadores y dejarlo ahí, como un trofeo, esperando que se desgaste o se caiga. Si algún soñador va contando su lucha, le llamamos engreído y nos reímos de su pretensión, pensando que es vanidad y que no lo conseguirá. Quizás él necesitaba el empuje colectivo de todos para llegar, quizás torcemos su camino, a la vez que el propio, con nuestra envidia y nuestro descreimiento. Solo coreamos al ganador, porque ya lo es; nunca vemos que podemos correr en paralelo a él, mientras le animamos, y estar llegando con él a alguna meta.

Nos dicen que “está feo” hacer público lo que pretendemos conseguir, nos piden trabajar duro y, además, en silencio. Mientras el provocar nuestra compasión- y nuestro fatalismo- con el triste destino de los que pierden o topan con la desgracia, es considerado algo humanitario y sensible, difundir el camino de un posible triunfador, de un simple soñador, es considerado una prepotencia de locos, risible y casi aburrida, salvo en honrosas excepciones en que la pretensión, por extravagante, puede crear expectación. Está muy bien poder ayudar al que ya ha caído; pero también lo estaría poder mantener el ánimo que desfallece, gracias al avance del otro en una labor similar a la nuestra, seguir desde el principio su ejemplo, su lucha y disfrutar algo más que su premio final. Si eso ocurre en una pantalla, nos parece una gran película; si ocurre en la vida real, lo llamamos fantasmada y hasta sentimos una punzada de rabia, si no se cumple el vaticino de que, el “fantasma”, no acabe derrotado en sus expectativas pretenciosas y, por el contrario, logre conseguir su objetivo.

Tal vez, algo tendría que cambiar en la mentalidad colectiva; quizás, todos tendríamos que empezar a reflexionar en qué es positivo y en qué nos conviene: si animar la lucha real del vecino, o solo irnos al cine, si queremos animarnos.