domingo, 27 de mayo de 2012

El dolor de la casa


Hacía días, semanas, que la casa crujía y se quejaba como una vieja matrona resabiada. Ella la escuchaba, pero se había habituado a no hacerle caso porque ese era el menor de sus males. Soportar el dolor que explotaba en su pecho con el obsesivo evocar del duelo, le ocupaba demasiada energía; no importaban unos cuantos ruiditos misteriosos, ni el enfado de una casa. Porque, de eso se trataba. La casa estaba enfadada con ella desde que averiguó su deseo de abandonarla, de marcharse, después de toda una vida juntas.

Notarlo había sido algo paulatino. Primero, vino aquella sensación de protección, de acogimiento, cuando acababa de morir su marido. Era curioso que, ella, que siempre había sido miedosa y se alarmaba ante cualquier sonido cuando estaba un rato a solas, no sintiera ningún miedo al quedarse realmente en soledad. Era como si las paredes de su hogar supieran de su desgracia y la compadecieran, ayudándole a sobrellevar la tremenda pena con la desaparición de sus temores. Le extrañó aquella calma serena, aquel no temer a la intrusión de extraños o de ficticias sombras que a menudo rondaban su cabeza. Lo achacó a que, ahora, algo realmente grave e importante había ocurrido, y su desbordada imaginación se dejaba de tonterías para centrarse en la dura realidad.

Se dejó mecer en la intimidad confortable de su casa, durante un tiempo, para acatar los imperativos del tremendo dolor: llorar hasta quedar rendida, días de no comer, no salir, no pensar más que en la forzada ausencia. Y las familiares paredes silenciaron su llanto, calmaron poco a poco los tremendos ataques de desesperada ansiedad, apaciguaron su alma dolorida y desquiciada. Y, así, durante meses, luego un año, luego dos…

Podría haberse quedado allí, encerrada en aquella paz mortuoria, pero no lo hizo. La vida, su propia vida, la reclamó de entre los brazos de la muerte de su pareja, y ella se encontró saliendo de aquél lóbrego agujero que había sido su mente transida de duelo. Lo que fue más definitivo: saliendo de su súper protectora casa y volviendo satisfecha de sus incursiones al exterior, por la noche. 

La casa lo percibía y se iba recelando de sus salidas. Como de una compañera fiel y celosa, ella notaba la leve frialdad entre las cuatro paredes que eran su hogar. No hizo caso, ni tampoco cuando, de repente, los muebles empezaron a crujir, uno tras otro, por las noches; ni cuando el ruido de algo que caía al suelo la despertaba y, al ir a mirar, todo seguía en su sitio. Ni cuando oía desde la cama arrastrar de muebles o puertas que se cerraban. 

Sí, claro, podía pensarse en la presencia de un fantasma, de caer en la supersticiosa tentación; pero ella sabía que no era eso, que estaba sola, y que el alma de su esposo descansaba en paz lejos de allí, cercana solo en su recuerdo. Sabía que era la casa, y el conocimiento que ésta tenía de su cada vez más decidido deseo de partir, de dejar atrás aquellas paredes y el pasado que las unía a ambas.

Tenía que suspirar con fatigada paciencia, cuando recordaba que la solución para poder alejarse de allí pasaba por vender la casa. Y la casa no iba a dejar venderse, porque la quería allí. Hubiera, entonces, podido empezar a odiar aquél refugio que había sentido su hogar, pero no lo odió, porque a algo dentro de ella también le pesaba tener que abandonar la comodidad aprendida de tantos años. No era fácil pensar en decir adiós a los rincones, los familiares olores de cada habitación, la seguridad de madriguera de cada espacio. Pero estaba en el lugar equivocado, donde ya no le correspondía, y lo sabía. Lo sabían las dos, ella y la casa.

A veces, compungidos pensamientos la tentaban a no buscar otro hogar y quedarse allí, en el suyo, donde la sombra de su marido se reflejaba acentuando la ausencia. Demasiado tiempo viviendo allí, demasiadas experiencias, recuerdos, sensaciones, compartidas entre aquellas cuatro paredes que crecieron para ellos, que se levantaron con ellos, que les habían visto reír y llorar, pelear y amarse. Demasiado; y en un entorno que solo cuadraba para ambos, no para la soledad de uno de ellos. Sentía en su fuero interno que era la propia casa quién se lamentaba, enviando a su mente aquellas ideas de añoranzas e inseguridades. Pero debía partir, porque solo era ella, plenamente, cuando se enfrentaba a sí misma lejos de allí. Porque solo fuera de allí reía plenamente, sentía plenamente, volvía a ser un alma independiente de aquella otra alma que ya no estaba.

“La pecera sí que importa”, empezó a decir en voz alta, más para convencer a la casa que a sí misma. Y le respondía un silencio enfurruñado pero condescendiente, como si a su alrededor algo entendiera su argumento pero se resistiese a admitirlo. “No te irás”, parecía escuchar a veces, aunque no era más que eco en su propia cabeza. “Debo hacerlo”, respondía sin palabras.
Y, un día, ocurrió y encontró otro lugar en el que, con solo entrar, se encontró acogida, llamada. Sonrió, confortada, cerrando los ojos en aquel entorno ajeno y que, sin embargo, sentía ya como propio. Las vibraciones de todo le decían que era allí donde debía pasar los próximos años, que ese era su propio hogar, el nuevo, necesario y vital punto de partida y retorno de su nueva vida. La seguridad era tan aplastante que no vaciló a la hora de comprometerse para adquirir los derechos de irse a vivir allí.  La ilusionada sonrisa no le abandonó en todo el trámite, ni siquiera hablando con los gestores de dineros, pagos y otros deberes engorrosos para preparar el traslado. No pensó en su vieja casa hasta que estuvo de camino a ella, ese día.

Ya había oscurecido cuando cruzó el umbral, la primera de las últimas veces que lo haría. La casa parecía reposar en el silencio, pero no era así; algo lacerado y resentido latía en el fondo de la vivienda. Actuando como de costumbre, dejó el bolso en un asiento, se adentró hasta su alcoba, se descalzó y se cambió de ropa, siguiendo los viejos hábitos, como si nada pasase. La casa entera esperaba, tensa, apenas rota la expectación por la luz de las bombillas que ella iba encendiendo y rompían las tinieblas.

Se acomodó en el salón, sentada en su rincón preferido del sofá, justo el opuesto al que solía ocupar su difunto marido, como siempre. Estiró las piernas, apoyando los talones en el borde de la mesilla, como solía. Se llevó a los labios la taza de café que se había preparado momentos antes; otra típica velada en casa. Pero la casa aguardaba, la observaba, resentida, sabedora y recelosa.

“Las dos lo sabemos, a qué negarlo…”, dijo en el silencio reinante. “Se acabó el capítulo que nos unía, hay que pasar página. No te quejes, tú existirás más tiempo que yo; por eso no puedo quedarme. Mi vida aquí se acabó con él, y lo sabes. Ahora, tengo que salir o dejarme morir aquí dentro, y no puedo hacer lo segundo. A ti tampoco te gustaría, porque me quieres. Te has encariñado conmigo, como yo me encariñé contigo tantos años… ¡Eras mi hogar, aún lo eres! Pero, ya lo he dicho y bien lo sabes: debo empezar en otro sitio, o quizás seguir…No sé qué me deparará el destino, no sé si me arrepentiré de haberte dejado, o si seré feliz en esa otra parte, alguna vez…Sé que me llama, me espera, quiere acogerme como me acogiste tú; nos acogiste, porque entonces éramos dos y eras nuestro nido de amor… Ya ves, te dimos tanta vida que hasta te resistes a renunciar a los dos…Me diste tanto abrigo que hasta te hablo, como si fueras un ente vivo”… Soltó una carcajada tras ese comentario, mientras algo en el ambiente se relajaba, muy levemente pero muy nítido, aún vivo el dolor de la esperada despedida.

“Déjame marchar; házmelo fácil o, al menos, no tan costoso. Ya es duro renunciar a la seguridad, y lo sabes. Si colaboras, si me ayudas, podremos despegarnos satisfactoriamente la una de la otra…Así debe ser; yo debo andar otros caminos y tu debes acoger a otras personas. He hecho por ti lo que he podido: te he limpiado, acicalado, remozado…, te gustabas y me gustabas, pero todo cambió. No tenemos la culpa ni tú ni yo; las cosas son así, sabes lo mal que sale todo cuando intentamos resistirnos…Me hubiera gustado que él siguiera aquí, conmigo…; nunca me hubiese ido, entonces, y quizás era eso lo que no debía ocurrir. Por eso murió, se fue de mi vida.” Gruesas lágrimas resbalaban ahora por sus mejillas, pero no se daba cuenta, de tan acostumbrada a ellas. Una extraña paz la envolvía, y la casa la escuchaba con la sumisión de lo irrefutable.

“Quiero seguir, quiero vivir, y sé que eso te alegra. Déjame hacerlo desde mi libertad…Sé mi amiga de siempre, no mi tumba”, concluyó. Luego, entornó los ojos, apoyó la cabeza en el respaldo de su asiento y esperó, esperó hasta quedarse dormida, arropada por el silencio calmo de la casa.

Al día siguiente, el ruido del timbre la sobresaltó a hora temprana, mientras tomaba un desayuno escaso y solitario. Fue a abrir y se encontró ante una sonriente pareja joven.

-Hola, venimos por lo de la venta de la casa- dijo la chica, apretando nerviosamente la mano del hombre joven que la acompañaba. Fue una alegre visita, recorriendo cada habitación entre exclamaciones complacidas y planes de amueblamiento. Casi formalizaron la venta en aquella mañana, y quedaron en hacerlo de modo más oficial, en los próximos días. Cuando cerró la puerta de entrada y enfrentó de nuevo la soledad de la casa, una sonrisa aliviada le llenaba el rostro.

“¿Lo ves’, no ha sido tan difícil. Te gustarán, creo que ya te gustan, me recuerdan mucho a cómo éramos él y yo al llegar aquí…Y, gracias, yo también te quiero, jamás te olvidaré”, pensó apoyada en una pared. Una brisa fresca, de agradable olor, le acarició las mejillas.