lunes, 15 de octubre de 2012

Le amo demasiado




“Le amo demasiado”, decía la joven paciente, manoseando las lágrimas que resbalaban desde hacía rato por sus mejillas abotagadas  de tanto llorar. Y Ana pensaba en la convicción con la que sonaba esa frase, y en cómo sacar delicadamente a la chica de la falacia. Hizo girar su sillón tras la mesa de despacho, y arrancó una vez más un puñado de pañuelos de papel del envase; se los pasó a la chica con indolencia, como sin querer  ¿Porqué todas pensaban de aquél modo?, ¿estaba en los genes, era un estigma de género?,  ¿porqué se repetía el mismo dolor, el mismo sin vivir, con diferentes rostros, gestos, edades?...Estaba harta de verlo en la consulta; si no conociese la emoción, le parecería una exacerbación neurasténica más. Un colega menos sensibilizado que ella se lo tomaría a risa. Sin embargo, ella no podía culparlas, porque ella también lo había creído, lo de amar demasiado.

Hubo un tiempo, allá en su otra vida, en que ensoñadoramente pensaba: “¿Cómo puede quererse demasiado?, ¿acaso no es bonito amar mucho, entregarse al otro, ser como uno solo?...”. La vida, que no su experiencia clínica, tuvo que echarle a la cara que esas frases, además de huecas, eran abominables.

Ahora, sabía que el peor fallo, la más necia traición a uno o una misma que puede hacerse, es lo de “entregarse al otro”. Significa renunciar a quererse a sí mismo (o misma), alegremente, sentimentaloidemente (que no tiene nada de sentimental, sino de ñoñería absurda) con la insana pretensión de servirle, estar a su disposición, acatar la mayoría de sus decisiones, fingir comprensión, satisfacer sus deseos antes incluso de que los exprese. Lo que llamaban antes una buena esposa o un buen esposo, vamos… ¡Menudo error garrafal!, creer que amor es servilismo es como creer que amor propio es egoísmo.

Eso pensaba Álvaro; “si me quieres, hazme caso”, “¿porqué me llevas la contraria?, ¡luego dices que me quieres mucho!”… ¡Aquellas frases sentenciosas, por Dios, cuánto la amargaron, cuánta culpabilidad callada, cuánto sacrificio inútil!

Y, ¿cómo era lo otro?: “ser como uno solo”… ¿Cómo puede pensarse que eso es amor? Amor es estimar al otro aun siendo distintos, incluso precisamente por ser distintos. Amar es asumir las diferencias, hacerlas coexistir mutuamente, reconocerlas  y pulirlas voluntariamente si es necesario. Pero nunca supeditarse  a la idiosincrasia de otro. Dos personas no pueden ser una, simplemente porque es imposible. Dos serán dos, o uno de ellos no será nadie; ese es el precio. El que pagó ella por creerla, por creer en la fuerza de esa frase estúpida, vacía, imposible.

Pero Álvaro no se cansaba de repetirla: “seamos como uno solo, a partir de ahora”… ¡como él únicamente, claro!  A eso se dedicó, como una descerebrada, viviendo para el otro, por el otro, como el otro, sin vivir su propia vida, renunciando a sus sueños y a sus deseos, cayendo sin enterarse en la anulación personal. Y en eso mismo, se daba cuenta ahora, caían sobre todo muchas mujeres.

Volvió al presente con ese pensamiento. Miró con fijeza a la mujercita que tenía enfrente, empequeñecida en su asiento  a fuerza de cansancio y de derrota. Las lágrimas parecían que no se iban a acabar, ¡cuánta energía desperdiciada! La dejó llorar, aguantando el silencio, permitiendo que toda aquella emocionalidad contenida se desbordara.

-Tu vida sigue- musitó al fin, casi como si temiese decirlo, previendo la respuesta. 

La joven alzó apenas los ojos anegados, brillantes y enrojecidos sobre las pronunciadas ojeras de fatiga. “No vivo sin él”, repuso, tercamente instalada en su dolor. Y Ana bajó la mirada y disimuló un suspiro hastiado, antes de responder:

-No vives por él; vives porque tienes una vida que vivir. No mueres por él; mueres en vida cuando vives la vida de él. Crees morir más todavía cuando esa vida que no te pertenece se aleja…, y te deja a solas con tu propia vida.-

El llanto se cortó con un hipido nervioso, al otro lado de la mesa. Lo había dicho, algo que no debía hacer; otra vez, sus sentimientos podían a la cordura profesional. Debía haber dejado que la chica sacara sus propias conclusiones, que se calmase, que se desfogara… ¿Cómo contradecir todo aquél océano pasional, embravecido, encegado por  un romanticismo mamado por tradición? La experiencia dictaba que era mejor dejarlas en el engaño hasta que el tiempo de duelo pasara, hasta que las aguas volvieran a calmarse, hasta que lo veían, ¡pobrecitas!, y necesitaban por fin un brazo que las levantase. Era así, había sido así en su caso…,”Nadie aprende en piel ajena”, decía su madre.

El romanticismo está muy bien en las pelis, para un rato, para una noche especial que acaba con algo menos romántico pero más excitante…Esa es la pura verdad. Pero todas, como zombis emocionales, nos lo creemos, lo hacemos real, lo vivimos como impuesto como un privilegio.

La chica la miraba incrédula, paralizada. Frotaba sus pálidas manitas, apretando los empapados pañuelos de papel.

-¿Cómo puede decirme eso?- susurró con súbita ira- ¡Hace un año que se fue, y no puedo olvidarle!... ¡llevo meses diciéndoselo en estas malditas sesiones, y usted no me ayuda nada!... ¿y ahora me dice que son imaginaciones mías?- concluyó, escupiendo las últimas palabras.

Ana sonrió, conciliadora, aunque por dentro el corazón bateaba enloquecido en su lucha feroz con la razón. Inclinó el cuerpo sobre la mesa para acercarse un poco más a la paciente. La sonrisa le salía triste.

-Lo siento. No es eso lo que quiero decir. Sí, ha pasado un año, y aquí estás… ¿llamas a eso no vivir? Es tu mente la que ha decidido que mueras; no es amor, ni el dolor, ni tu ex novio…-

Otra vez; no era justo, no estaba bien, no era profesional, ni…rentable. Pero allí estaba, su propio dolor, el cansancio de ver tanto padecer inútil, nostálgico, absurdo ¡Deseaba tanto gritarles “¡vive!”, en esas ocasiones!...

La joven se levantó con ímpetu de su asiento; estaba tensa, los brazos estirados a los lados y las manos comprimidas en puños que deshilachaban los destrozados pañuelos.

-¿Porqué no me ayuda con alguna pastilla que me calme este sufrimiento, en lugar de escucharme en silencio nada más?... ¡Ahora lo entiendo; usted es una amargada, una vieja amargada y cruel!- exclamó, antes de girarse y salir airada por la puerta.

Ana se dejó caer sobre el respaldo. Cerró los ojos y acompasó su respiración. La chica tenía razón: era vieja, vieja para entender aquella pérdida de tiempo, de vida, por una concepción errada del amor. Era vieja para soportar estoica el dolor ajeno, para sacar provecho de él, para mostrarse calmada y amable y despedirlas con un “hasta la próxima”, cuando sabía que volverían igual de perdidas, asustadas y envueltas en un mar de lágrimas. No era amargura, eso no, ya no. Tampoco crueldad, por supuesto, pero… ¿quién era ella para robarle a su paciente su excusa de sufrir?

Lentamente, volvió a abrir los ojos y se levantó para recibir al siguiente.