miércoles, 28 de noviembre de 2012

Un cuento para crecer- La tía Luisa



(Pintura de Alex Katz)

                                                                                                                        
Conocimos a la tía Luisa cuando mi hermana sufrió su primer descalabro amoroso. La tía Luisa era una leyenda familiar, casi un mito- al menos para nosotras- porque había sido el “garbanzo negro”, la rebelde de la familia, la aventurera y nunca hija pródiga, durante muchos años y en una época y un país en los que las mujeres no hacían esas cosas. Vivía sola y aislada en un pueblo pequeño, al otro lado de la provincia, desde hacía varios años, y ninguno de nuestros parientes se había relacionado con ella, más allá de unas pocas palabras por teléfono,  desde que regresara de sus aventuras mundanas. Se suponía que nadie en la familia le guardaba rencor ni la menospreciaba, pero cuando se la nombraba era entre murmullos y como ejemplo a los menores de lo que era reprochable. Por eso se convirtió a los ojos de mis hermanos y a los míos en una especie de difusa figura legendaria, misteriosa y atrayente, como todo lo marginado o prohibido.

Corrían los años ochenta, y corrían deprisa para mi hermana y para mí, que estábamos en plena adolescencia. Yo tenía diecisiete años, y Maxi diecinueve. Ella acababa de descubrir que su formalito y silencioso novio, Jero, se iba directo a un pisito de la calle Toledo donde habitaba una compañera suya de trabajo, modernísima integrante de lo que empezaba a llamarse “movida madrileña”, después de su paseo diario, encandilado e inocente con ella. Maxi no paró de jugar a los espías,  hasta que pilló a su novio en paños menores, cuando llamó a la puerta de la chica y ésta abrió confiadamente, en bata. Hacía calor, pero hasta mi hermana en su tontuna adolescente sabía sumar que dos y dos son cuatro. Total, que se deshicieron los planes de boda, cuando el ajuar ya iba por la mitad, y se deshizo el corazón herido de mi hermana, víctima de una depresión de caballo.

Fue tras meses de lloros incesantes, encierros eternos en su habitación, y la amenaza de una anemia incipiente por no comer absolutamente nada sólido durante aquél tiempo, cuando mi madre, alertada por el médico al que obligó a ir a Maxi, decidió enviarla de vacaciones, a tomar el sol y el aire puro del campo, a ver si así se le aclaraban las ideas a su mente embotada de amor despechado. Y no había nadie más a quién recurrir y que saliera gratis, más que a la tía Luisa. Por eso, porque era gratis, y para que viajase con alguien que la vigilara, fui la designada para acompañarla.

En el viaje en tren, y mientras mi hermana se dedicaba a mirar por la ventanilla como alelada, yo iba imaginando cómo sería aquella mujer desconocida y misteriosa. Me parecía muy generoso por su parte que hubiera aceptado acoger en su exclusivo refugio a dos sobrinas zangolotinas y a quienes no conocía. Sobre todo, porque sabía yo que la opinión despectiva de mis padres y mis otros tíos, sobre su comportamiento en el pasado, le había llegado vía postal o telefónica, años atrás. A mí, en cambio, lo poco que sabía de ella me producía mucha intriga y un poco de pena.  La veía yo como resignada a ser la relegada de la familia, ansiosa de agradarles a todos en algo para redimirse, silenciosamente arrepentida de sus escapadas y su vida frívola de juventud. No existían fotografías familiares donde ella apareciera, o las habían evitado a mis tiernos ojos, así que no contaba tan siquiera con ese referente físico. Esperaba ver a una mujercilla ajada, encogida, seguramente callada y algo amargada; pero también la imaginaba a ratos como una rejuvenecida "femme fatale" , que se paseaba por su huerta en negligé y fumaba todo el rato, recibiendo a sus muchos amigos extranjeros y bohemios y bebiendo vino y champán en copas gigantescas. No sabía a qué quedarme, y por eso me desconcertó lo que encontré. Hasta la segunda semana de nuestra estancia en casa de la tía Luisa, ella fue para mí una permanente sonrisa de rojo carmín en un rostro moreno.

La tía Luisa tenía unos ojos oscuros, pequeños y de mirada penetrante. Parecía que aquellos ojos entendían qué pensabas, cómo eras o cómo te sentías, antes de que hablaras o quisieras que lo supiera. Su mirada y  aquella sonrisa dulce y sabia, me hacían bajar los ojos al suelo cada vez que me las cruzaba. No sé porque, pero me descolocaba su aspecto lozano, sencillo y a la vez distinguido. Me cohibían sus maneras prudentes, de una eficiencia puntual y al mismo tiempo afectuosa. Durante aquellos primeros días habló muy poco, limitándose el primer día a enseñarnos nuestra habitación, con sendas camitas antiguas, y a invitarnos a ponernos cómodas sin prisas, con su sonrisa recubierta de pintalabios, que yo juzgaría después de sempiterna.

Pronto decidí que ella también nos estaba observando, como nosotras a ella; o al menos como lo hacía yo, porque Maxi seguía sumida en su propio mundo, cuyo eje era Jerónimo y su imperdonable traición. Era de agradecer que la tía Luisa no resultase una de esas chismosas de pueblo, que te acribillan a preguntas y que suponen lo que sucede antes de conocer la realidad. Al menos, aquél silencio sonriente era más soportable, aunque fuese acompañado de una inteligente mirada escrutadora. Mi hermana y yo, por nuestra parte, nos dedicábamos a comportarnos como dos chicas modositas, a susurrar entre nosotras en su presencia y darle apenas las gracias cuando nos ofrecía algo o las buenas noches o los buenos días; esa era toda nuestra relación. Pero, ya digo, solo durante la primera semana tras nuestra llegada. Después, descubrí a la mujer que cambiaría mi modo de ver la vida.

Continuará....

1 comentarios:

Carmen dijo...

Muy interesante este comienzo del cuento, La tía Luisa promete, espero el resto del cuento.

Cada día que pasa escribes, mejor, Lola.

Besos.

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