miércoles, 23 de enero de 2013

Cuentito de terror cotidiano- El perro guardián





Cuentan que hace muchos, muchos años, una joven campesina se quedó huérfana y sola en su aislada casa. A la pena por haber perdido a su familia, tuvo que sumarle la angustia de la soledad indeseada.  Por todo ello, apareció el miedo y, casualmente, con él una enorme rata se estableció en su vivienda y comenzó a hacerle la vida aún más dura.  La joven intentaba atrapar a la rata, pero ésta se hacía invisible cuando pretendía cazarla. Sin embargo, la despertaba  aterrorizada en mitad de las noches, con sus ruidos y chillidos; veía su inmensa sombra cuando atravesaba la estancia impunemente; le enseñaba sus afilados dientecillos desde su escondite en las paredes.

 La rata devoraba los víveres de su despensa y estropeaba las cosechas del huerto cercano; rasgaba sus prendas de vestir  y ensuciaba el suelo y los enseres. Podía oler su fetidez cuando andaba cerca, y la oía  avanzar detrás del hueco de los muros. Intentó ahuyentarla con la ayuda de gatos, pero la ferocidad de la invasora atemorizaba a los otros animales, que acababan huyendo, espantados.


Harta y asustada, la campesina le compró un perro guardián a uno de los vigilantes de la muralla de la ciudad vecina. Era un sabueso enorme, negro y fiero, adiestrado para atacar a todo ser viviente que no fuera su amo y no le alimentara. El animal se hizo pronto a ella, y ella se acostumbró a procurarle su comida, darle el mejor rincón de la casa para dormir y tenerle siempre cerca. El miedo se atenuó, con aquella adquisición, y la joven esperó pacientemente a que el perro localizara a la rata y la cazase. También dejó de temer la incursión de extraños en su propiedad, y no se sentía tan sola.


El perro merodeaba todo el día, acechante, husmeando y gruñendo,  y cazaba pequeñas alimañas que despedazaba y engullía rápidamente. Ladraba feroz hasta a los pájaros, ladraba dentro de la casa cuando intuía a la enorme rata, asustaba al animal intruso y evitaba que saliera en busca de comida…, mantenía atrapada a la rata en la vivienda, pero no acababa con ella.


La joven no dejaba por eso de confiar en su perro. Le llevaba con ella a todas partes, y pronto los vecinos empezaron a eludir su cercanía; el animal, con su rostro enorme y su gesto fiero, asustaba y hacía llorar a los niños y todo el mundo tenía a la joven por esquiva, intimidante y poco sociable. Todos pensaban que se había vuelto desconfiada y solitaria y que no deseaba su compañía, por lo que se alejaban y fue perdiendo las pocas amistades que tenía. Además, no era nada agradable ver a aquella fiera rondando, gruñendo y escarbando.


De ese modo, la muchacha se hundió más en su aislamiento, con la sola compañía de su guardián…y la rata. Ésta, aprovechaba las ausencias de perro y ama para salir de cacería y subsistía con lo que podía robar en esas ocasiones. Seguían los ruidos y chillidos, las sombras amenazantes que enfurecían al perro, el hedor y los rastros que dejaba la alimaña a su paso, pero ni el feroz guardián conseguía dar con ella.


Así, pasaron meses en los que la joven fue convirtiéndose en un ser realmente introvertido, solitario y gris. Hacía tiempo que había dejado de buscar compañía humana, porque sabía que cohibía la presencia de su perro,  y hasta  dilataba sus visitas a la ciudad o al mercado, porque el animal se excitaba demasiado con las muchedumbres y debía vigilar que no atacara a nadie. Cuando ambos se acercaban, se hacía un hueco silencioso y de rostros huraños o temerosos para abrirles paso. La mujer se sentía incomprendida y marginada, y alzaba la cabeza orgullosamente para enmascarar su desagrado, mientras crispaba las manos alrededor de la correa de su sabueso.


Un día, sentada a la puerta de su casa, la campesina meditaba sobre el problema de deshacerse de la intrusa alimaña que habitaba su propiedad. Le cansaba que ni el perro pudiera con ella, que siempre les burlara y siguiera presente; ya no sabía qué hacer, porque lo había intentado mucho tiempo sin éxito.  Y, entonces, se le ocurrió que la rata solo se iría si ella y el perro desaparecían y, con ellos, todo rastro de alimento, como esos animales huyen del barco que zozobra. Animada, en los días siguientes empezó a construir un cobertizo, trasladó a él todos sus enseres y víveres, dispuso un jergón donde pasar la noche, y se trasladó allí por unos días, tras limpiar a fondo los rincones de su casa, que dejó cerrada a excepción de una ventana. 

Vigiló aquella ventana durante las siguientes jornadas, apenas durmiendo por no perderse el momento en que la rata escaparía. Y, así fue: una madrugada despertó de su duermevela bajo los ladridos enloquecidos de su perro, atado a la entrada del chamizo y, a la luz mortecina del amanecer, vio la silueta de un grueso animal que salía por la ventana abierta de la casa vacía y corría campo atraviesa. Satisfecha y feliz, aquél día volvió a su casa y respiró aliviada.


Sentirse libre de la intrusa que le robaba el alimento y estropeaba sus posesiones, le reportó una nueva alegría de vivir. Pero había algo que aún la ataba y condicionaba su vida: el perro. Se había liberado de su acosadora, pero no de su guardián. Ella era tan prisionera de él como lo había sido la rata. Le creía su defensor pero era también su carcelero. Debía alimentarle y cuidarle para mantenerle satisfecho, debía evitar que dañara a otras personas,  y sabía que la seguiría donde quisiera que fuese y que volvería tras sus pasos aunque le abandonara. Para colmo, la ausencia del enemigo acostumbrado había vuelto inquieto al animal, que se pasaba el día buscando rastros y alarmándose incluso cuando ella se alejaba un poco o no percibía su presencia. Apenas se separaba de la dueña, se apretaba contra su cuerpo mientras dormía, se ponía nervioso cuando intuía que iba a salir. La contagiaba de su irritación e impaciencia y empezó a molestarle su acoso y a asustarla su posesividad. Era como haberse librado de un parásito pero no de la rabia.


No obstante, se había acostumbrado a su animal y le daba lástima desprenderse de él. Vivía encarcelada y limitada, creyendo que por su propia voluntad y por afecto a su compañero. Así pasó el tiempo y llegó el invierno, que fue crudo aquél año, y con él escasearon los alimentos. El perro empezó a reclamar la ración a la que estaba acostumbrado y que ahora había menguado. La campesina intentaba compensarle, incluso quitándose su propia porción de carne, pero nada parecía contentar a la bestia consentida. Cuando acabó aquél invierno, la mujer se sentía agotada y atrapada, culpable y víctima.


Una tarde de primavera, vio en la lejanía a un cazador. El hombre debía dejar a sus presas en el suelo, muertas o malheridas, hasta que podía acercarse a ellas, después de abatir a la siguiente. La joven pensaba en la sangre derramada, cuando su mascota se acercó a ella, olisqueó el aire y echó a correr en dirección al hombre que cazaba. Entonces ella lo entendió: el hambre lo espoleaba, el olor de aquella sangre, la excitación de la cacería. Fue tras su perro, y le encontró colaborando hábilmente con el cazador. Ella habló con aquél hombre, pronto cerraron un trato, y el desconocido se marchó, llevándose al can consigo.


Volvió a su casa y a su vida sintiéndose de nuevo sola, pero libre. Se había librado de todo acoso, de todo expolio y de todo carcelero. Contaba tan solo con sus propias fuerzas, su propio ingenio y su propia valía para sobrevivir, pero… ¿no era eso lo que le había servido todo el tiempo?


Moraleja, o no:  Muchas veces, convivimos con lo que nos limita y empobrece, lo que nos asusta y nos incordia, pero no abrimos las ventanas, confiando más en la rabia y la violencia para enfrentarlo. Otras veces, esa ira se vuelve en nuestra dueña, domina nuestra vida y condiciona nuestro avance…, pero creemos que es parte de nosotros mismos, que nos hace fuertes,  y lo consentimos.